Una conversación sobre los múltiples mega proyectos del Gobierno me llevó a rememorar las clases de “economía doméstica” que recibí en la escuela. Aunque hoy parezca difícil de creer, en la escuela se nos enseñaba a coser, a cocinar, a hacer manualidades; y recibíamos clases de música y urbanidad. Para los jóvenes de hoy, cuando todo es desechable y abundante (para algunos), debe resultar absurdo que en alguna época se enseñara cómo zurcir medias; a acortar o alargar la basta de los pantalones; a usar la estufa con economía; cómo hacer champú con una pastilla de jabón; y qué productos caseros usar como desodorante o pasta dental.
Todo eso y más se enseñaba en la escuela. En la secundaria tuve de profesora a Gladys de Aldrete (Lalay), mujer extraordinaria a cuyas clases de educación para el hogar acudíamos con entusiasmo. ¿Qué tienen que ver las enseñanzas de la Profe. Lalay con la microeconomía hogareña de dólares y centavos, y los millones y millones de dólares de la macroeconomía gubernamental? La inolvidable profesora de bellísimos ojos verdes, nos decía que antes que malgastar en frivolidades, lo primero era atender las necesidades del hogar. A eso llamaba “saber administrar”. Para la macroeconomía del país las recomendaciones de Lalay resultarían útiles porque, proporciones guardadas, Panamá es mi hogar, mi pequeño sitio en el planeta, el lugar donde quisiera vivir a gusto. Y como también es suyo, debería preocuparnos cómo es manejada su economía.
Parece simplista comparar la administración de una casa con la de un país. No lo veo así. En una casa con la plomería o el sistema eléctrico en mal estado, las puertas desvencijadas, el refrigerador estropeado, o con el techo y las maderas carcomidas por el comején, lo primero debería ser reparar o reemplazar lo dañado. Hermosearla con ventanas francesas o baldosas de lujo, magnífico, pero “lo primero es lo primero”. Es lo que indica el sentido común y la necesidad de bienestar y tranquilidad de quienes habitan la casa.
A todos los que vivimos en el país nos convienen la bonanza económica y las buenas calificaciones que recibe el manejo de nuestro sistema financiero. Y nos debería beneficiar. Pero preocupa que los apresurados megaproyectos, que están apareciendo como hongos, descalabren la economía y que se ejecuten sin haber resuelto antes, o al mismo tiempo, las carencias básicas de la mayoría de la población. Mi casa, Panamá, está comida por el comején del descuido, la ineptitud, la corrupción y la indiferencia gubernamental.
Muchas escuelas carecen de suficientes aulas, de agua, comedor escolar, libros de texto y maestros; hay hospitales que en vez de centros de salud, son cascarones antihigiénicos faltos de equipo, medicamentos y personal; en las comarcas indígenas mueren niños bajo el azote de la diarrea y los vómitos por falta de aguas sanas, y por desnutrición; comunidades a lo largo del país viven como gorgojos, sin agua; la basura nos ahoga; en la ciudad y el campo hay pobreza a la vista; en un salón de informática (lo vi), los niños deben conformarse con el dibujo, en cartulina, de una computadora. ¡Insólito!
El Gobierno anuncia la construcción de un túnel o un cuarto puente sobre el Canal para enlazar la prolongación de la cinta costera con la carretera, también costanera que, desde Howard, comunicará más rápidamente “con las playas de mayor importancia del país” (hasta Pedasí, por ahora). Además, el presidente Martinelli desea “que se habiliten las tierras para la edificación de hoteles” (El Panamá América 16/4/2010). Nuevos y remozados aeropuertos en varios puntos del país servirán para el turismo y vuelos privados. Atlapa pasará a la historia, reemplazado por un “palacio de convenciones”; además, contaremos con nuevas carreteras, pasos elevados, etc.
Los costos estimados para estas obras me causan escalofríos. El país crece y crece hacia arriba, a lo largo, hacia los lados, mar adentro; inmensos y ostentosos edificios y hoteles ahogan la caótica ciudad de Panamá; los terrenos frente al mar son codiciados, y con la complicidad de las autoridades se despoja de ellos a sus dueños y viejos moradores, y a humildes pescadores cuyo único sustento lo provee el mar. Más que nunca somos pro mundi beneficio. El dinero no alcanza para tapar los agujeros de la pobreza; para educación, salud, seguridad, bienestar ciudadano.
De continuar con tanta grandeza tal vez podré agregar “… un palacio de diamantes/una tienda hecha del día/y un rebaño de elefantes/un quiosco de malaquita y un gran manto de tisú…” (poema A Margarita Debayle, de Rubén Darío). Si con compra directa se encargaron ya los elefantes podré decir como el bardo nicaragüense: “…Viste el rey ropas brillantes y luego hace desfilar 400 elefantes a la orilla de la mar…”.
