En los últimos años el argot educativo ha sido enriquecido con una palabra que –por la insistencia con que se usa– es indicativa de urgencia y novedad: transformación curricular.
Hasta ahora, básicamente la estrategia para esa “transformación” ha sido más o menos la siguiente: 1. Se hacen observaciones generales, aunque no exhaustivas, sobre el estado educativo actual, y se concluye lo que se presume: que la educación nacional está mal. 2. Se hacen declaraciones de compromisos en los que se pone de manifiesto la necesidad de implementar cambios (esa necesidad se ve reflejada en el dictum de una funcionaria del Ministerio de Educación [Meduca] cuando señaló –contra la más elemental lógica– que el país no aguanta un estudio más). Y 3. Se proponen cambios curriculares que consisten en la introducción de nuevos cursos, nuevos bachilleratos y una “nueva” concepción pedagógica basada en competencias. La expresión “transformación curricular” recoge básicamente el punto tres.
Aunque lo anterior es importante, su importancia es menor de lo que asumimos. Introducir nuevos cursos, nuevas modalidades de bachilleratos y una “nueva” concepción pedagógica podrán ser condiciones necesarias para una transformación curricular, pero no son suficientes. De allí que a la aventura ministerial que promueve la periodista Lucinda Molinar y su equipo, no se le puede llamar con propiedad transformación curricular. En esencia, la propuesta del Meduca se centra en los planes de estudio; y no debemos –de ninguna manera– confundir currículum con plan de estudios.
El currículum, ha escrito de Alba (Curriculum: Crisis, mito y perspectivas, Buenos Aires, 1998), “es una síntesis de elementos culturales (conocimientos, valores, costumbres, creencias, etc.) que conforman una propuesta política–educativa”. El currículum así entendido remite a un cruce de práctica diversas, en la cual entran los distintos elementos (epistémicos, políticos, sociales, culturales, jurídicos, económicos, etc.) que condicionan y determinan el quehacer educativo. La realidad es que, la “transformación” del Meduca ofrece una visión desarticulada de las disciplinas y una pésima fundamentación conceptual; además, no hace una evaluación crítica del contexto socio-cultural e institucional en los que la práctica pedagógica se realiza, y esto es deplorable.
Si la “transformación curricular” tiene alguna consecuencia, esta no será necesariamente una mejor educación. En el ámbito organizacional es frecuente que los agentes involucrados suelan preguntarse: ¿estaremos yendo hacia Abilene? La razón de la pregunta es inquirir, a raíz de la paradoja de Abilene, si las decisiones que se toman tienen un fundamento sólido (racional), o no lo tienen y se ejecutan porque ningún miembro está dispuesto a expresar objeciones.
¿Estaremos en la dirección de Abilene en materia educativa? Me parece que sí. Para empezar, porque asumiendo la posición de los funcionarios del Meduca –posición que no ha sido debatida públicamente– se insiste en promover y aceptar algo que carece de fundamentos como si efectivamente los tuviera, porque se llama equivocadamente “transformación curricular” a cambios cosméticos en planes de estudios. Y también por temor. En efecto, el temor a expresar objeciones se traduce en temor a ser etiquetados como holgazanes, retrógrados, rojos de Frenadeso, o –en el caso de los funcionarios del Meduca y directores de colegios– a ser despedidos de sus cargos.
La educación nacional requiere de cambios, pero tales cambios desbordan la oferta académica o planes de estudio. Una transformación curricular, en el sentido dado a la palabra currículum, debiera dar cuentas de ese hecho.