Una pequeña empresa es un acto maravilloso de vida. En su incipiente comienzo, es el esfuerzo de su gestor, producto de un sacrificio que en la mayoría de los casos incluye a sus parientes, familiares y amigos. Es un crecimiento muy coyuntural y espontáneo, que poco a poco va tomando forma, va adquiriendo personalidad y madurez. Es como una junta de embarra en donde damos forma al barro junto a nuestros parientes y amigos para construir una casa. Y una buena parte de nuestra juventud la dedicamos a amasar ese barro.
Y si esto es así, ¿a qué se debe el apuro en vender, cuando ciertamente es el momento de cosechar? Nos la pasamos 10 años sembrando y cuidando un cultivo de mangos para cuando ya tenemos experiencia de mercados, de financiamiento, de leyes laborales, de manejo de personal, de intereses agiotistas, cheques pos-fechados, de contratar asesoría especializada y cuando llegó el momento de cosechar, de ampliar, de convertirlas en grandes productoras de bienes... entonces corremos a venderla.
He escuchado a muchos industriales plantear que el negocio que dirigen es un reverendo problema; por lo que, si llegaran a comprársela lo harían corriendo, sin pensarlo dos veces. Después de lo cual se dedicarían al negocio de la bolsa, o a vivir de los rendimientos que genera un plazo fijo, donde las utilidades «sin esfuerzo» son el atractivo de la época. Y la pregunta sería: ¿Qué pasaría si todos los negociantes corremos a vender para vivir del plazo fijo o de las supuestas utilidades de la bolsa?... Seguramente el Sahara estéril e inhóspito es lo que le heredaremos a las generaciones venideras. Y es bien sabido que el dinero guardado tiene altos niveles de riesgo y los niveles de rendimiento son muy inferiores a los que genera la producción y los mercados.
¿Cómo es posible que otra persona adquiera esa casa de quincha por el doble de su valor, sin saber que puede sacarle el triple del provecho? Y cuando la vendemos, estamos vendiendo, además de nuestro esfuerzo juvenil, que no sabría cómo ponerle precio, un pedazo de nuestra historia. ¿Y qué es el hombre o la mujer sin historia?
Se entiende perfectamente que ante una catástrofe sea necesaria la venta de una parte o de la totalidad de los bienes. Sin embargo, estamos vendiendo simplemente por falta de perspectivas o por miedo, sin siquiera disparar los primeros tiros. La categoría de perseverante dejó de existir en nuestros días.
Si usted coincide en estos planteamientos y realmente está construyendo sueños y no simples herramientas de producción de dinero, ¿por qué entonces aislamos a nuestros hijos de esta actividad?, que finalmente deben ser la razón de nuestro esfuerzo.
Los medios de comunicación han entronizado entre nosotros un criterio equivocado de vida en donde el pasado y las tradiciones son deleznables y el futuro (nuestros hijos) no cuenta, «ellos tendrán qué ver qué hacen», decimos. Sin darnos cuenta que si nuestros antepasados hubieran actuado de esa forma nosotros no fuéramos ni la mitad de lo que somos hoy; jamás hubiéramos salido de las cavernas. Nuestros padres y madres deben estar avergonzados de nosotros, ellos, que dieron todo, su juventud y su vida para que progresáramos... y repitiéramos lo mismo con los nuestros y ya vemos cómo estamos pagando; en qué forma estamos siendo recíprocos; el primer leguleyo que aparece diciéndonos que la vida no es así, corremos a creerle.
Muchos recordamos cómo en nuestra primera infancia nos levantábamos en la madrugada para acompañar a nuestros padres y abuelos a ordeñar la vaca; y esta actividad infantil era para ambos sexos, buscar agua al pozo, recoger chumico para fregar los trastos, desgranar maíz para las gallinas... cada una de estas tareas era un acontecimiento festivo. Y es exactamente en esto que consiste el verdadero y más profundo aprendizaje; en eso consiste la transmisión de los valores de vida: llevar a nuestros hijos de la mano por los senderos del oficio.
No sé en qué momento se cambiaron los valores y conceptos de vida, por ninguno; lo cierto es que el matrimonio ya no es un acto para construir un hogar, una familia; y el tener hijos y formarlos dejó de ser la razón fundamental de la actividad familiar. Y la experiencia acumulada, en todos los ámbitos, tiene como finalidad guardarla, ya no en los cerebritos que crecen, sino en un ataúd. El querer heredar a nuestros hijos una aptitud e historia positiva crea las fuerzas necesarias para enfrentar al bien contra el mal, que conviven juntos en nuestro espíritu.
Los resultados de los hijos son una relación directamente proporcional al comportamiento ético, moral y del esfuerzo que realizaron sus padres en cada una de las etapas de su crecimiento.
El autor es empresario y director regional Panamá Darién de Ampyme.
