Eva Aguilar eaguilar@prensa.com
Diminutas y simples, las arqueas son organismos capaces de soportar las condiciones más extremas: las aguas congeladas del antártico y la lava volcánica son sus lugares favoritos. Dado que la Tierra tardó cientos de millones de años en enfriarse tras la Gran Explosión que dio origen al Universo, los biólogos evolucionistas sostienen que estos microbios podrían ser los sobrevivientes de aquellos tiempos remotos. Una teoría que parece sustentar el descubrimiento reciente de la más pequeña de las arqueas.
Mientras estudiaba el mundo microbiano que vive a 120 metros de profundidad en las aguas del norte de Islandia -un lugar en el que la actividad volcánica submarina calienta el agua hasta el punto de ebullición-, Karl Stetter, científico de la Universidad de Regensburg (Alemania), observó unas pequeñas burbujas pegadas en la pared de una arquea llamada Ignicoccus. Resultó que aquellas burbujas tenían material genético (ADN), pero ni Stetter ni su grupo de investigación podían decir si se trataba de un virus o de un organismo con célula propia.
Tras encontrar el tipo de prueba adecuada que les ayudara a resolver la duda - el pequeño organismo no se reproducía con los experimentos tradicionales de laboratorio-, se determinó que lo que tenían entre manos era un nuevo tipo de arquea, que han bautizado como Nanoarchaeum equitans o, simplemente, nanoarquea. El nombre se lo ha ganado por su ínfimo tamaño: 0,4 micras de diámetro (las arqueas comunes miden entre 4 y 10 micras de diámetro y una micra es la milésima parte de un milímetro). Dicho de otro modo: seis millones de nanoarqueas cabrían perfectamente en la cabeza de un alfiler.
Pero, ¿qué tiene de fascinante este descubrimiento? ¿Y qué relación tienen estas arqueas enanas con nosotros, seres evolucionados y de estructura compleja?

