Comienza a ser habitual: un día sí y otro también los estadounidenses debaten acaloradamente sobre el sistema médico del país. El presidente Obama recorre las ciudades para intentar explicar el complicado plan de reforma que querría impulsar mientras sus detractores lo acusan de nazi y auguran un futuro “orwelliano”. A pesar de las dudas y los temores ante otro gasto millonario, lo que está claro es que los costos de la medicina son escandalosos y cada vez son más los que no pueden permitirse un seguro médico.
Lo que llama la atención de esta discusión que acapara la atención nacional es el consenso entre los expertos y doctores a la hora de hacer un diagnóstico colectivo: el número de estadounidenses con padecimientos crónicos aumenta alarmantemente y la causa primordial se debe a la obesidad. Salvo en contadas urbes, como Manhattan, basta con contemplar el paisaje humano para comprender que algo muy grave está sucediendo. Los niños presentan problemas de sobrepeso y muchos de los adultos que los crían tienen unos hábitos alimenticios penosos. En parte, la gordura creciente de la población está relacionada con el concepto de que se puede consumir más por menos: en los cines ofrecen cubos de palomitas y refrescos. En los restaurantes las porciones parecen estar destinadas al apetito de un mastodonte. Y en los cruceros hay bufés 24 horas para saciar la gula de los pasajeros. Al final del sueño americano lo que aguarda es una sobredosis de Alka-Seltzer y una cirugía bariátrica.
Bien, los ciudadanos se expanden por los costados peligrosamente y los médicos advierten que sólo hay un camino para abortar una epidemia que desata la mortandad y resulta prohibitiva: es urgente cambiar el estilo de vida y para ello hay que gozar de más tiempo para hacer ejercicio, cocinar saludablemente y proporcionarle al organismo el sosiego necesario para reflexionar antes de engullir comida basura por el estrés que provoca el exceso de trabajo. Mientras la ética laboral que se impone en Estados Unidos es la del perverso lema del “24/7” (disponibles a todas horas como legionarios del capitalismo salvaje), hay ciudades en Italia pioneras del movimiento Cittaslow.
Recientemente un reportaje del National Public Radio (NPR), informaba sobre un estudio realizado en la Universidad de Pittsburgh con 12 mil hombres que siguieron a lo largo de una década. Aquellos que tomaban más vacaciones anuales eran más longevos, más delgados y tenían menos enfermedades. Y como mejor se descansa y se cargan las pilas no es a salto de mata y por unos días, ya que para descomprimir al menos se necesitan dos semanas seguidas. Sin embargo, mientras en CNN los nutricionistas, los cardiólogos y el afable doctor Sanjay Gupta recomiendan trastocar nuestras prioridades para salvarnos de una muerte temprana, lo triste es que no hay manera de bajarse de la rueda del hamster si el mundo corporativo –que de algún modo es el espejo de la sociedad– no abraza la idea de que recompensa contar con empleados descansados en vez de gente agotada por larguísimas jornadas laborales, almuerzos en los escritorios y una media nacional de vacaciones pagadas que no excede los 12 días. Entretanto, en Francia disfrutan de todo un mes que se puede repartir a lo largo del año y en los países escandinavos de al menos 20 días anualmente. De acuerdo al Índice de Desarrollo Humano que publica periódicamente la ONU, los habitantes del norte de Europa tienen un nivel de bienestar social mayor que el de Estados Unidos.
La nación está aquejada de fatiga, vive atrofiada en autos para desplazarse por las autopistas de ciudades con dimensiones inhumanas y el fast food aplaca la ansiedad que despiertan las tensiones. Para los que nunca conocerán la sensación de tres semanas seguidas de asueto que podrían ser el remedio para una vida más larga y saludable, siempre les quedará el consuelo de una réplica de la Torre Eiffel en Las Vegas o el menú degustación de la cocina cantonesa en Epcot Center. ¡Qué caro cuesta vivir para trabajar!