La panacea se llama empleo. En nuestro mundo -el único posible me dicen- los políticos llegan a la cúspide con una bolsa repleta de supuestos empleos que se convierte en cinco años en botín de los sin oficio. La bondad se mide en número de empleos generados e, incluso, los privilegios se pueden negociar en la balanza de los empleos potenciales.
Es probable que, en pocos años, uno pueda salir de la cárcel a cambio de unos cinco nuevos empleos en la ciudad que aloja el penal y que, para casarse, la dote no se mida en camellos -como en el caso de los infieles de turbante- ni en plata o ajuares de hilo fino y tejidos pacientes -como era tradicional en mi pueblo- sino que se calcule en puestos de trabajo para los allegados de la novia o del novio -según quien negocie-.
Véase que esto no es nuevo. Cada época ha tenido su afán y sus prebendas. Érase el momento en que para lograr el favor del señor no había otro camino que regalar esclavos sanos a pares. En el tenebroso medioevo, el derecho de pernada consagraba que para no enfadar al dueño del feudo el sexo de las mujeres de la casa les pertenecía en primera cata humillante, pero ineludible.
Puede leerse de otros tiempos en que dinero y joyas ganaban una bula papal o una xxxx directa al cielo. Hace no tanto -es más juraría que sigue siendo así- el solo hecho de tener determinado apellido abría puertas con más facilidad que un narco abre los doseles de una inmobiliaria.
Los tiempos han cambiado y los pasados no eran mejores, simplemente más directos. Más crueles, me dirán algunos, sí; pero más claros.
Hoy, el discurso le dice a los más desfavorecidos de nuestra sociedad (¿favorecido? Curioso término para la justicia) que la panacea es el empleo. Un país con empleos para todas y todos es lo más parecido al paraíso. Mujeres y hombres esforzados que sudan desde la mañana, que trabajan bajo el inclemente sol o para la insoportable patrona -queman igual-, pero que regresan a casa felices por la labor bien hecha y con ¡15! dólares en el bolsillo con suerte.
Si es en el interior o el empresario es suficientemente despiadado el jornal baja a ocho o a seis dólares. Pero, insisto, el pobre debe ser feliz por trabajar y dar las gracias todos los días al dios de la ceguera y al patrón.
La pregunta que me hago siempre es: ¿es lo mismo trabajar que tener un empleo digno que permita una cierta calidad de vida?, ¿no es obsceno escuchar a esas señoras en la caja de Félix quejarse de la muchacha de servicio, mientras compra unos zapatos de 250 dólares -más de lo que le paga a su empleada?, ¿por qué los políticos tratan de convencernos de que los proyectos negativos para el país son buenos porque aportan empleo?, ¿qué queremos: trabajos a destajo para que nuestra gente malviva o empleos decentes en un país sostenible?
Ya sé, llegarán misivas diciendo que este 'neosocialista' -menos mal que al menos no hay dinosaurios malcontentos- siempre se queja de los empleadores, palabra que ya es sinónimo de salvadores. Qué le vamos a hacer. Tengo la manía de desvelarme con estas cuitas que rellenan el periódico de noticias sorprendentes y la vida de comentarios alucinantes.
Por ejemplo: hace un tiempo un conocido me explicaba cómo merecía pagar menos impuestos porque él sí -subrayo el sí- genera empleos en el país. Es decir, que yo debía pudrirme porque me gano la vida escribiendo sandeces en lugar de tener una familia numerosa de asalariados. Le pregunté si lo suyo era una empresa o una ONG porque empecé a sospechar que no contrataba gente para ganar plata, sino para recibir la medalla al mérito del Ministerio del Trabajo. Era una empresa.
Otro ejemplo: mis estimados vecinos de San Carlos ya salen con pancartas a defender el polémico delfinario porque dará empleo a los muchachos que estudian en la zona de El Higo -Comprobar-. Se ve la diferencia entre los yeyesitos de la capital preocupados por los animalitos dichosos y el pueblo necesitado y feliz de la llegada de esta empresa que en sus anuncios trata a los panameños cual estúpidos con el argumento de "si el primer mundo puede, nosotros también podemos".
Fue el mismo argumento de la Anam y los promotores de la nueva cementera de Rodman -"si en el primer mundo nadie se muere con el polvo, aquí tampoco"-. La competencia primer mundista de la nueva planta sí sabía la verdad y se dedicó a pagar viajes a periodistas -práctica que me perturba- para que vieran los efectos perniciosos de las necesarias plantas cementeras -que existen, pero no en cualquier sitio-.
Como ven, el empleo y la envidia son argumentos fundamentales de nuestro tiempo y chantajes mortales de nuestras especulaciones.
Los que creemos en la utopía -no como quimera de idiotas, sino como la esperanza más humana- sentimos un dolor fuerte en el pecho cuando vemos vender el país y el alma en nombre de la inversión empleadora y de los cantos de sirenas.
