Hay palabras que, independientemente de su significado, son feas. Y entre ellas, la palabra reputación se lleva la palma. Es dura, malsonante y grosera casi, aun sin tener en cuenta si el concepto que se tiene de una persona es bueno o malo. En su lugar prefiero fama, pero no por la popularidad de que goza la gente de la farándula o la gratuita que adquieren determinados personajes, sino la fama de la que nos hablaba Jorge Manrique, esa forma de vida que trasciende la muerte gracias al prestigio o bondad de nuestra virtud o de nuestras obras.
Sin embargo, pocas cosas hay tan frágiles como la fama. Pasa como con la virginidad, que una vez que se pierde es imposible de reponer. No en vano la maledicencia por una parte o un paso en falso por otro son suficientes para robar semejante tesoro. De ahí que, en tiempos remotos, la fama equivaliera al honor y las afrentas se lavaran con sangre .
Hoy en día es distinto; la tolerancia permite que pillos redomados, delincuentes o corruptos formen parte activa de la sociedad sin que nadie ponga el grito en el cielo, y por suerte, ya no andamos por ahí dándonos de mandobles por un quítame de ahí esas pajas. Aun así, hay determinadas cosas que tocan de plano la sensibilidad y que todavía cuentan.
Todo esto viene a raíz de que la Iglesia católica pasa por malos momentos. No es nuevo en la historia que haya sacerdotes que incurren en el espantoso pecado de pedofilia; lo nuevo es que, a medida que la Iglesia va perdiendo su poder en un mundo más democrático (y por tanto más difícil de controlar), se ha logrado tirar del hilo del escándalo y se ha devanado la madeja entera. La fama de la Iglesia, desgastada ya por sus errores, por el boato de las altas jerarquías y por un puritanismo que no cuela en estos días pragmáticos, corre el riesgo de empañarse para siempre. Y para colmo, de la mano de los pecados sexuales, los más condenados, cometidos esta vez por sus sacerdotes. Qué cruel ironía. Hay sin duda en todo esto algo que duele.
Al menos me duele a mí. Y supongo que no seré la única entre los que hemos sido educados a cincel y martillo en la doctrina cristiana. No está de más recordar que los seres humanos no somos solo la consecuencia de los conocimientos filosóficos o científicos adquiridos cuando somos adultos, sino de la formación que, buena o mala, bien asimilada o mal asumida, recibimos de niños y adolescentes y que conforma nuestra personalidad.
Aunque esos conocimientos nos hayan alejado de la Iglesia como fieles asiduos, o la libertad de pensamiento nos haya obligado a tomar derroteros distintos a los que dicta la fe, queda como vestigio la fidelidad a un modo de vida que, depurado de prejuicios, promueve la ética universal y respeta tanto el libre albedrío como el progreso y la ciencia.
Quizás porque pronto supimos que la fe tiene que ver con Dios y la Iglesia tan solo con los hombres, la decepción no se convirtió ni en rencor ni en despecho, y por eso duele que la mala fama de la que va revistiendo a la Iglesia la perversión de algunos de sus miembros, logre echar al olvido lo que la humanidad le debe al cristianismo.
No me refiero a la labor de proselitismo que creo que, en cierto modo, irrespeta la libertad individual, sino a la labor cultural que se desarrolló en la Iglesia durante la Edad Media, por ejemplo, y sin la que el mundo moderno no sería lo que es. Pero abundar en este tema requeriría de tomos enteros y ya gente erudita y entendida se ha ocupado del asunto. Por eso, soslayando el papel que le cupo a la Iglesia en la ´difusión de la cultura, me refiero mejor a la labor humanitaria y social que por siglos han llevado a cabo los pocos o muchos religiosos que, movidos por una auténtica vocación, dedicaron su vida a ayudar al prójimo.
Sería injusto que el escándalo que ocupa ahora los titulares de la prensa del mundo nos hiciera olvidar a los misioneros que, más que la palabra de Cristo, brindan el consuelo de la ciencia y la medicina a tribus escondidas, y a las religiosas que cuidan a enfermos y desposeídos, y a las que educan y protegen a los huérfanos, y a los curas que ejercen su misión en barriadas pobres y marginadas, y a los que tuvieron el coraje de desafiar las dictaduras, desafiando a la vez a sus superiores.
Sería injusto olvidar en esta vorágine que remece a la Iglesia, a todos aquellos que por amor a Dios, tienen aún fe en los hombres.
