Nunca verá usted a un adolescente recetando. Lo de recetas parece ser asunto de gente grande. Ahora bien, lo de gente grande es un antiguo eufemismo que se usaba en mi juventud para referirse a los mayores que es otro eufemismo, porque la palabra viejo nos parecía un tanto insulto, un tanto desprecio. Para mí la palabra viejo no tiene nada de malo ninguna palabra es lo suficientemente abominable como para prohibir su uso en la poesía, es más, viejo me gusta para mí desde que se aprobó el descuento de los jubilados para casi todo lo consumible (excepto la gasolina, ¡maldición!).
Los años parecen darnos permiso para recetar. ¡De todo! Por ejemplo, si comienzas a leer un libro y no te atrapa en las primeras cincuenta páginas, la receta que cabe es: regálalo a un amigo que no aprecies mucho; si veo a un conocido con aire deprimido, me atrevo a recetarle que lea el poema a Garrick o la novela de Jan Neruda. Y ahora que, para que se alivie con ese extraño consuelo que no sé por qué llaman de tontos, cuando en verdad es de sádicos al contemplar la tristeza ajena; si sospecho que alguien tiene intenciones de suicidarse y me gustaría que permaneciese unos años más en este valle de chistes, le receto Poemas de rutina, de César Young Núñez y estoy seguro que reencontrará el sendero de la alegría. En fin, si veo que la sala donde debo hablar está llena de estudiantes, enseguida me receto temas controversiales, no académicos. Me parece que lo académico los aburriría tanto como a mí.
Cuidado con las recetas y cómo las pides. Una vez le preguntaron a Mili: ¿Qué es bueno para las arrieras?. Ella contestó sin titubear: Los tallitos verdes y los pétalos de rosa.
Recetar. ¡Qué fácil es! Pero también se corren riesgos. Tanto el recetador como el recetado pueden sufrir las consecuencias de la receta. Para ilustrarlos contaré una experiencia personal. Una vez estábamos Tito Piedra y yo con una resaca dantesca en la oficina de Abelardo Tapia en el Teatro Nacional, esperando que El Pirata y Chancaca terminaran un palacio de cartón para un ballet que se presentaría en la noche, para entonces comprar unas cervezas. En eso llegó un sujeto a quien apodábamos Puñalada, el borrachito más famoso del barrio. Con sólo vernos las caras se dio cuenta de la goma de Gólgota que arrastrábamos. Enseguida recetó: Pacieros, les daré mi fórmula mágica para el mal que los aqueja: Bay Rum con leche y mucho hielo. ¡Ja! ¿Se ríe? Claro que probamos la receta.
El inverosímil coctel nos anestesió la glotis, nos congeló el esófago y nos fumigó el duodeno. Casi morimos como Quincas Berro Dagua. Puñalada tomó su porción del menjurje y se fue silbando, no sin antes decirnos al ver nuestras convulsiones: Ya ven, mi remedio no falla, con él se olvida uno de todo... ¿no? .
Años más tarde, el sólo recuerdo de aquella receta del Bay Rum, me ayudó a retirarme sin dolor del eructo de la cerveza y de la euforia del ron. Hace dieciocho años que dejé el trago y el tabaco. Se debe notar en este libro. Solamente en uno de los cuentos aparece un bebedor extremo (un periodista, que por supuesto es de la vieja guardia, los de hoy son inteligentemente moderados) que conversa con una estatua de bronce. Y en otro cuento, yo mismo, por cumplir con la receta tradicional, me vi comprando una pachita de seco para acompañar toda la noche a una desconsolada señora en el íngrimo velorio de su vetusto amor.
En este libro caigo en la tentación de recetar. El título lo anuncia: Receta para ser bonita.
¿Qué es ser bonita?
El metro para medir la belleza de la mujer lo tiene cada hombre detrás de sus ojos. Es cosa tan personal como la moral.
Para mí lo importante, lo que más me impacta y me invita a la admiración de una mujer (y entre paréntesis, al deseo), es el pelo. La cabellera es el marco de lujo o zafio del rostro, el color de las hebras es siempre una intriga (¿será teñido?) y sus olores peinan promesas. Y lo más perturbador: imaginar cómo se riegan (o se recogen) los cabellos sobre una almohada.
¿Quieres ser bonita? Déjate encerrar, o enciérrate tú misma... en ti. Vigila tus ideas, piensa, razona y poetiza la vida. La capacidad de meditar a solas, te hará más atractiva con los demás. La gente que no se soporta a sí misma, ¿cómo podría ser soportada por los demás? Pero la médula de mi receta insiste en el cuero cabelludo. Cuídate el pelo. Tu cabellera, mujer, es tan mágica, tan llena de misterios y tan poderosa que puede magnetizar hasta el espíritu. Nada más recuerden que, cuando existían los ángeles, a las mujeres se les prohibía entrar a las templos sin cubrirse la cabeza, ya que con el cabello de tan fluido y sensual podían tentar a los alados servidores del Señor que por allí revoloteaban.
Por cierto que en este libro también trato con los ángeles. Ángeles que no aciertan en la lotería pero que mantienen velas encendidas, y otros que se arrancan las plumas de las alas para entrar en la no-eternidad del amor.
