Los hechos recientes en torno al Poder Judicial de la Nación son extremadamente graves. Acusaciones y contra acusaciones desconcertantes. Descalificaciones y trapos sucios volando por los aires a diestra y siniestra, ante una país impávido y hastiado. A ello se han sumado varias desafortunadas declaraciones de sus miembros, tales como aquellas en donde se hace una defensa desvergonzada y pueril de sus odiosos privilegios (pidiendo prebendas para no ser tentados a delinquir). Precisamente, en un momento en el que casi todos sentimos que la justicia panameña es una parodia disfuncional, en donde la ciudadanía repudia el actuar de sus jueces y en donde se va imponiendo la idea de que urgen una purga y una reformulación radical de éste órgano del Estado, que le renueve desde la cabeza para abajo.
A esto hemos llegado por acumulación y ya alcanzamos el punto de saturación, del hartazgo. A lo largo de los últimos quince años, hemos sido testigos de la manipulación obscena de este órgano por parte de los partidos políticos. La injerencia de fuertes intereses personales y económicos, causa última de estas feas pugnas intestinas recientes, han destruido totalmente la credibilidad de la Justicia Panameña, desvirtuando tanto la esencia como el accionar del sistema de justicia por completo. La hez desbordada va desde las corregidurías hasta la Corte Suprema, embarrando tanto a bribones como a jueces honestos (que los hay). Eso, en un país serio, deriva implicaciones terribles, que comienzan con la pérdida sostenida de la fe ciudadana en sus instituciones fundamentales y que terminan en la bancarrota de la credibilidad nacional y en el repudio social, muchas veces violento, a lo que ellas representan.
Si queremos convivir en paz, hay que entender que este cambio es impostergable. Es posible lograrlo, de manera más o menos serena e inteligente. El pasado diciembre, luego de un proceso tortuoso y traumático, fue aprobada en España la reforma a la Ley Orgánica del Poder Judicial. Otros países han pasado por (y sobrevivido) procesos similares. Aunque es posible también impulsar esta transformación de una manera más confrontacional y directa, tal como se vio forzado a hacer el presidente Kirchner, en la Argentina, recientemente. En cualquier caso, es imperativo contar con el concurso directo de la ciudadanía, en un ejercicio inédito pero insustituible e inevitable de democracia participativa, si es que se desea establecer y consolidar con seriedad estas reformas, haciéndolas efectivas, incuestionables e irreversibles.
Para ello, es necesario cumplir con algunos requerimientos básicos. El primero de los cuales, es el respeto a la Constitución y a sus mecanismos vigentes, por muy mediocres e incompletos que éstos sean. El segundo aspecto es que el Ejecutivo asuma un papel correcto, permitiendo y encausando la participación ciudadana en el proceso de cambios. Ello implica que el Presidente de la República muestre visión y voluntad política reales, además de un inusitado valor civil y de un alto sentido de desprendimiento, sacando este proceso de la esfera de la manipulación partidocrática. Sólo la participación activa de la sociedad civil, de los gremios abogadiles y profesionales, de las facultades de derecho, de las iglesias reconocidas, etcétera, podría garantizar la designación de nuevos jueces, con credibilidad suficiente como para superar esta crisis. Sólo la participación ciudadana podría lograr que este proceso tomase en cuenta los pormenores de nuestra realidad particular y de nuestra historia reciente, así como que se generasen propuestas de reformas integrales, bien sistematizadas y viables, en donde la opinión de técnicos y especialistas legales se complemente con el sentir inteligente de la ciudadanía honesta.
Cada vez somos más y más los panameños de a pie que pensamos que todos los jueces de nuestra Corte Suprema deberían dimitir, de manera espontánea y colectiva. Dar, con su salida rápida, margen para que este proceso inevitable suceda de una buena vez y en todo el sistema de justicia. Pero eso no es nada fácil. Citando al ex ministro de justicia argentino, Óscar Puiggrós, la casi totalidad de los políticos y jueces latinoamericanos "...desconoce la diferencia entre la renuncia y el renunciamiento. La primera difícilmente sea voluntaria. Casi siempre es forzada, y alguna vez dignifica. El renunciamiento es desinteresado. Es fruto del que asume una ponderable responsabilidad y opta por dejar su lugar para otro supuestamente mejor...". Pero "renuncia" es una palabra inexistente en el léxico de los políticos y burócratas panameños, tan aferrados al poder temporal, a la fatuidad del cargo y, sobre todo, a las prebendas. Hoy, nuestros magistrados tienen la opción de mostrar renunciamiento y dignidad, por el bien del país. Mañana, probablemente no les quedará otro destino que la renuncia forzada, con el consiguiente daño a la institucionalidad y a la paz social en el país. Ojalá lo piensen y actúen con altura y desprendimiento, poniendo los intereses supremos de la Nación por delante. Ojalá renuncien, todos, por la salud de la República.
