Es evidente que nuestra situación en el ámbito educativo es precaria y carente de resultados cónsonos que ayuden a la niñez y juventud panameñas a enfrentarse a los nuevos retos laborales de este siglo, pero no sólo nuestra preocupación se enmarca en el ámbito laboral, sino en una formación integral de ciudadanos responsables y disciplinados en su actuar en la sociedad.
Comentaba mi difunta abuela: “al perro más flaco se le pegan las pulgas”, refiriéndose a la situación que viven las personas más propensas a ser acusadas injustamente. Ahora bien, ante esta incertidumbre educativa se quiere buscar responsables, y entre ellos se acusa al docente y se apela a discursos falaces, pretendiendo resaltar la labor vocacional del docente de antaño contra los nuevos docentes, que pareciera no tienen “vocación”.
En apariencia se puede entender que el ser docente es un “llamado espiritual”, casi angélico, para ejercer una profesión que no sólo exige rigor académico, sino una serie de atributos para disciplinar a una futura generación en total carestía de conciencia ética.
Últimamente todo el mundo quiere opinar y menospreciar la labor docente, sin conocer la realidad del ser educador en este país, y argumentan a raíz de casos particulares convirtiéndolos en juicios universales, satanizando así al educador panameño, que en la mayoría de los casos son mártires de una sociedad en plena decadencia axiológica y un sistema educativo que lo restringe.
Digo esto con propiedad, ya que se nota en nuestras escuelas, específicamente en la dirección del plantel, extensiones de corregidurías juveniles con toda clase de casos que van desde riñas hasta consumo y tráfico de drogas; y nuestros educadores se convierten en “antimotines” que deben salir con su casco y tolete, metafóricamente hablando, para controlar a una juventud desbocada, producto de una subcultura de violencia que impera en nuestros barrios.
Las visitas pedagógicas a las familias como antaño son nulas por la inseguridad en los barrios, aparte de todo esto, el educador no sólo debe conocer sobre su materia, sino ser psicoterapeuta, director espiritual, padre sustituto, abogado, en una palabra, asumir muchos roles para poder enfrentar la vorágine de la educación que lo supera por su complejidad.
Reconocer la labor educativa como una acción transformadora no recae solamente en el educador, también en los padres y madres de familia, medios de comunicación (que no están realizando su labor, más bien desvirtúan la formación con sus programaciones televisivas o radiales y publicaciones carentes de contenido), el Gobierno central, que en muchos casos se deja llevar por las políticas de organismos internacionales que buscan sus propios intereses; y sobre todo de la sociedad en general, que debe salir de su letargo para apoyar la labor de la gran mayoría de estos insignes educadores que día a día se sacrifican porque creen en la transformación del ser humano por medio de la educación.
