La herejía resulta de contradecir preceptos o teorías aceptadas como ciertas. Puede haber herejías religiosas, cuando se contraviene un dogma de fe. También las hay científicas, cuando se lo hace en contra de una verdad científica. Una de las primeras herejías cristianas fue la ocasionada por el arrianismo, corriente que no admite que Jesucristo tenga atributos divinos. Otra herejía, esta vez científica, fue la de admitir que se podía superar la velocidad de la luz.
Existe una gran diferencia entre una herejía religiosa o una científica. El hereje religioso tiene tantas posibilidades de obtener la aceptación de su teoría como la de su negación. Esto es debido a la naturaleza dogmática del tema sujeto a interpretación. Por ejemplo: no admitir la naturaleza divina de la Santísima Trinidad, objetando que Dios es uno solo, indivisible, tiene la misma fuerza que admitir lo contrario, que siendo Dios un solo Ser puede manifestarse a través de dos o tres entes diferentes, o de tantos como los que Él haya creado. Incluso el hombre. En algunos casos las herejías religiosas tuvieron implicaciones teológico-doctrinales de enorme importancia e históricamente adquirieron una gravedad inusitada. La mayoría de ellas ha terminado en persecución, homicidios, torturas, exilio y guerras. Demasiado a menudo una herejía de origen religioso termina convirtiéndose en un problema político.
Con la herejía científica sucede lo contrario, casi siempre termina siendo un problema teológico. Las tragedias de Giordano Bruno y de Galileo lo demuestran. La base de la ciencia, su mismo progreso, se fundamenta en su carácter crítico. Crítica que, por otra parte, resulta esencial en el análisis de toda hipótesis, teoría o argumentación. El teorema de Bell, basado en la paradoja de Einstein-Podolsky-Rosen afirma que en la física cuántica la "información" viaja más rápido que la luz y lo hace retrocediendo en el tiempo. Hasta hace unos pocos años esta era una auténtica herejía científica. Una locura sin sustento racional. En 1972 John Clausen de la Universidad de Berkeley comprobó que si un electrón y un positrón chocaban entre sí emiten dos fotones, si ambos parten en direcciones opuestas y a uno solo se le obstaculiza su velocidad, el otro experimentará la misma desaceleración en forma instantánea y a la misma distancia que la ocurrida en el primero. En el año 2004, el austríaco Nicolas Gisin comprobó el mismo efecto experimentando con fibras ópticas. Cuando a un fotón se lo obligaba a "escoger" entre pasar o detenerse ante un filtro, el fotón opuesto, sin filtro alguno, tomaba invariablemente la misma "decisión", al mismo tiempo y a la misma distancia, como si ambos estuvieran interconectados y la información de uno llegara instantáneamente al otro. Costa de Beauregard, físico francés, postula que dado dos fotones que parten en direcciones opuestas, A hacia la izquierda y B a la derecha, para que la información de lo sucedido en A le llegue instantáneamente a B, sólo puede hacerse si la distancia recorrida desde el punto inicial por A retrocede en el tiempo al mismo tiempo que avanza, de tal modo que permita a B alcanzarla en el mismo momento (y viceversa). Para hacerlo más sencillo, es como si una persona estando en la ciudad de Panamá cambiara sus zapatos negros por otros color chocolate, al mismo tiempo que otra persona en Madrid se cambia sus zapatos chocolates por otros de color negro. Para un científico o para una mentalidad entrenada en este tipo de razonamientos, comprobar la falsedad de una herejía produce una satisfacción tan o más intensa que el placer provocado por cualquiera de los cinco sentidos. Es la satisfacción del heresiarca. Pero no debemos olvidar que dicha satisfacción por muy justificada que sea, muchas veces suele crear en ciertos sujetos, el complejo del demiurgo (tenido como dios). Que, con base a la lógica irracional del funcionamiento de nuestra psiquis, pudiera interpretarse como un complejo teosófico, similar al padecido por Pitágoras, un antiguo demiurgo que admitió el número cuatro como sagrado, o como el de muchos otros que confundiendo la razón con le fe divina crean sus propios "golem" con tan solo creer que en las letras de los libros sagrados se halla oculta la naturaleza de Dios, es decir, la razón de su pensamiento. Tal como lo pretendiera el mismísimo Einstein, el más notable demiurgo de nuestro tiempo, al confesar: "Quiero conocer los pensamientos de Dios… el resto son detalles".
