Hace diez años esta semana, la inmolación de Mohammed Bouazizi hizo estallar una ola de manifestaciones y protestas a favor de la democracia que se extendió por el Oriente Medio y el norte de África, desafiando a los regímenes autoritarios y opresores de la región. El éxito de Túnez inspiró a países árabes a rebelarse y las calles de Egipto, Libia, Yemen y Siria, entre otros países, fueron testigos de cómo los ciudadanos se levantaron en protesta y exigieron su derecho a ser libres, a ser gobernados democráticamente y a tener acceso a medidas que les permitieran defender sus derechos humanos.
Una década después, solo basta una ojeada sobre la región para darse cuenta que aquellos cambios políticos, sociales y económicos que exigieron, se encuentran ausentes. Lo más trágico es que los desafíos que enfrenta la democracia no empiezan ni terminan en el Oriente Medio. En efecto, la democracia se encuentra en recaída en todo el mundo y a un ritmo alarmante. La edición 2019 del índice de democracia, compilada por The Economist, registró el peor puntaje de democracia global desde su creación en el 2006. Parece que la democracia se encuentra en su peor momento y el mundo entero está indignado: personas han salido a las calles a manifestarse, desde Hong Kong y Túnez hasta Perú y Panamá, a pedir mayor democratización, transparencia y buena gestión gubernamental.
Inesperadamente, me he encontrado en la obligación de preguntarme, ¿muere la democracia? La respuesta es sí, aunque suene teatral. La democracia se encuentra en cuidados intensivos, sufriendo de corrupción, falta de representación y transparencia en partidos políticos, populismo y espacios cívicos reducidos. Como si esto fuera poco, el aumento de la desconfianza en gobiernos, instituciones y políticos actúa como motor de las tendencias democráticas regresivas.
En América Latina, el estado de la democracia es preocupante. De hecho, el índice de democracia demuestra que América Latina fue la región con peor desempeño en 2019 y clasifica únicamente a tres países, Costa Rica, Chile y Uruguay, como plenamente democráticos. Panamá, por otro lado, se encuentra en la lista de democracias defectuosas, junto a Colombia, Argentina y Ecuador, entre otros. En un mes, The Economist publicará el estado de la democracia en el 2020 y me atrevo a decir que la democracia va de mal en peor, particularmente, en nuestra región.
Sin lugar a dudas, para descifrar qué debilita la democracia hay que comprender que la función de ésta va más allá de convocar elecciones. La democracia tiene responsabilidades sumamente profundas, como el respeto por los derechos humanos, la libertad para la asociación y beligerancia política, la libertad de prensa y opinión, la igualdad ante la ley y la limitación del poder de los gobernantes. De modo que fortalecer estas responsabilidades es imprescindible para fortalecer la democracia. Ni se puede gozar de los derechos humanos sin democracia, ni puede existir una democracia que no proteja los derechos humanos.
¿Muere la democracia? Sí, la democracia se muere y parece ser que a muy pocos les preocupa. Resulta que la gran mayoría de personas alrededor del mundo no nota lo que está ocurriendo porque solemos creer que las democracias mueren en golpes de Estado y revoluciones. Hoy en día, sin embargo, las democracias mueren de manera democrática, en elecciones, no a balazos de un cañón. Ciertamente, es una realidad bastante desconocida que las democracias mueren poco a poco, en manos de partidos políticos corruptos, instituciones que no respetan los derechos y un pueblo indiferente.
Quizás, la verdadera pregunta es, ¿cómo salvarla? En lo que a mí concierne, solo más democracia puede hacerlo. En esta tarea no hay atajos: hay que reforzar la educación cívica, proteger los derechos humanos y promover la participación ciudadana. Salvar la democracia es un proceso y los ciudadanos jugamos el papel más importante. Si un pueblo indiferente mata a la democracia, un pueblo indignado la salva. La democracia la podemos salvar juntos. Me rehuso a pensar lo contrario.