Estamos en Semana Santa, son días de oración, reflexión y participación activa en la celebración de los grandes misterios de la redención cristiana: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Es la oportunidad que se ofrece para reflexionar, sobre lo que son, y deben ser, nuestras relaciones para con Dios. La Cuaresma, que finaliza hoy Jueves Santo por la tarde, da paso al solemnísimo triduo pascual.
El Domingo de Ramos, la Iglesia celebraba la entrada de Cristo en Jerusalén. Los ramos y palmas nos recordaron el entusiasmo fácil y tornadizo de un pueblo, que primero gritaba “Hosanna al hijo de David”, y a los pocos días con igual fuerza, pediría su muerte. Estos ramos son signos de una alegre participación en el rito procesional, expresión de nuestra fe en Cristo, que como Dios y Mesías, camina hacia la muerte para la salvación de todos. Fue un día lleno de contrastes que nos hizo contemplar su gloria y su dolorosa pasión.
La celebración más importante de esta semana la constituye el triduo pascual, centro del año litúrgico, formado desde hace muchos siglos por el viernes, sábado y domingo. Se inaugura con la celebración de la cena del Señor, el Jueves Santo, en la que se conmemora la institución de la eucaristía, la institución del sacerdocio y del mandamiento del amor. Rito característico de este día, es el del lavatorio de los pies, para recordar aquel momento en que Cristo lavó los pies de sus discípulos. Es un signo de fraternidad, con el que la Iglesia nos enseña, el servicio que se espera de un cristiano que sigue el ejemplo de Jesús que al lavar los pies a sus discípulos les dijo: “Pues si yo, siendo el Señor y el maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros” (Jn 13,14).
El viernes es un día de oración, de ayuno, de abstinencia, de silencio y contemplación que centra la atención en la pasión y muerte del Señor. Día propicio para contemplar, con un corazón abierto, el misterio de amor de un Dios que muere perdonando a los que lo habían condenado. En este día no se celebra la eucaristía, pero sí se recibe la comunión eucarística, como un signo de la presencia real de Cristo entregado a la muerte para salvación de la humanidad.
El sábado es un día litúrgico, no es “Sábado de Gloria”, como dicen algunos, es un día de oración y de contemplación del amor de Dios que ha muerto en una cruz para salvar a la humanidad, acompañamos a la Virgen en su dolor y esperamos con ella la resurrección de su hijo. Es un día que culmina en la gran vigilia pascual, o como dice san Agustín, es la “madre de todas las vigilias”. Se rompe con todo ayuno y austeridad cuaresmal. Es una celebración llena de luces, flores, cantos muy alegres. Entre los signos que sobresalen esa noche se encuentran el de la palabra divina, que a través de varias lecturas del Antiguo Testamento, nos hace un repaso de la historia de nuestra salvación, una contemplación de la acción amorosa de Dios desde que hizo el mundo hasta Jesucristo.
San Pablo nos recordará que por el bautismo nos hemos incorporado a la nueva vida de Jesucristo resucitado y san Marcos en el Evangelio nos narrará el acontecimiento de la Resurrección: “¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado”. Otro elemento importantísimo será la luz, porque en medio de la oscuridad en la que se inicia la ceremonia, se enciende un cirio cuya luz simboliza a Cristo que viene a iluminar nuestras obscuridades. Con velas encendidas proclamaremos, que él es la luz, que brilla en las tinieblas. El pregón pascual anunciará a todos los hombres, que Cristo no se ha quedado en la tumba, ha resucitado de entre los muertos. El agua, juntamente con la renovación de las promesas del bautismo, recordará nuestra inserción en la muerte y resurrección de Cristo. Celebramos a Cristo vivo y presente en medio de nosotros, pues como dice el apóstol san Pablo, “si Jesucristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”.
