Si el mayor de los egoísmos es negarnos las palabras, la peor cobardía es el silencio. Sobre todo, el silencio de aquellos que se dicen buena gente, que se toman por progresistas y demócratas, los que se llaman así mismos patriotas y hasta héroes.
Claro que el tema de los abusos a la infancia es mundial, un cáncer global que parece no tener remedio, pero eso no nos da derecho como sociedad a pasar por alto tan terrible afrenta a nuestros menores en instituciones, públicas o privadas, que están diseñadas para protegerlos. Los que pretenden pasar de largo y callarse, son cómplices por su silencio.
Este es uno de esos temas en los que todos debemos levantar la voz y denunciar cualquier mínima sospecha de abuso. Pero somos egoístas, tememos represalias, pérdidas de empleo o de influencia, miramos para otro lado en silencio porque no sabemos qué hacer, porque sentimos que no es cosa nuestra, porque nadie nos va a creer. Es de esos silencios distintos y tan personales de los que se nutren los abusadores y los corruptos.
Los abusos cometidos no pueden quedar sin castigo. Aquí tiene el gobierno una gran oportunidad de hacer algo que perdure: juicio sumarísimo contra todos los abusadores, condena ejemplar, y la elaboración de una ley que sea contundente con estas prácticas que se revelan más habituales de lo que queremos reconocer. Esperamos una respuesta firme y duradera.
Toca hablar de esta tragedia, tomarle las medidas y no olvidarla. Nada justifica el abuso de menores, nada justifica nuestro silencio: no podemos seguir con esta actitud tan desapegada y pocoimporta como sociedad. Si seguimos así, la corrupción que se ha instalado en esta democracia se quedará para siempre. Entonces la vida será irrespirable y tendremos que transigir.
Sigamos jugando al silencio: cuando nos toque gritar, estaremos tan acostumbrados a no oír que nos tendremos por sordos. “Mucho ruido por nada”, diremos, y cada cual a su parcela de corrupción.
El autor es escritor

