EL MALCONTENTO.

La sobrevaloración de la esperanza

No hay sociedad que aguante tanto chaparrón seguido. Ni cuerpo que lo aguante. Por eso, hay lectores que mandan cartas a los periódicos pidiendo que se hable más de las cosas positivas y no tanto de violencia, corrupción o pobreza. Imagino que por esa misma razón la semana pasada cometí el error de salir de mi costra y me enfrenté a varios amigos y conocidos que incluso apuestan sobre cuándo escribiré un artículo positivo.

Para los que somos pesimistas cósmicos y optimistas cotidianos es difícil esquivar el sambenito de “amargados”, aunque somos una especie lo más de sociable e, incluso, con un par de rones de cierta edad, podemos ser hasta divertidos. Eso sí, cuando nos da por hablar de cosas serias, nos convertimos en un plomo insoportable para todos los que, hastiados de tanto desastre, prefieren vivir sin demasiadas preguntas porque, como me decía alguien muy cercano: “¡Imagina si encuentro respuesta! ¡Sería un desastre!”.

Otro buen amigo, inquieto y necesario, me preguntaba después de una conversación apocalíptica… “Entonces… ¿Qué hace uno si todo da igual, si siempre vamos a peor?”. Y no hay nada como que le den a uno la razón como para que raudo cambie de posición. Inmediatamente eché mano de todo el optimismo que acumulo para estas ocasiones y con gesto de convencimiento le expliqué que sí hay algo que hacer, que no es lo mismo morir aburrido de mirar, que con la dignidad de haber intentado mejorar este mundo y a estas gentes que somos; y le hablé de Emmanuel Levitas, y de cómo él defiende que la única manera de ser ético es a través del otro; y de la necesidad de no estar sino de ser; y de cómo hay que sacudirse de convenciones y bobadas para que nuestro optimismo precario se convierta en activismo efectivo.

Nada más lejos, quiero aclarar, de las tres virtudes teologales con las que mis amigos de la católica madrastra iglesia nos han martilleado desde la infancia: fe, esperanza y caridad.

La fe es cosa de desesperados, de ciegos de razón o de tahúres necesitados de cerrar los ojos antes de jugársela toda a una carta o a un número. Así que la descartamos porque apostar a la fe es casi como desconfiar de uno mismo y echarse a los brazos de fantasmas que, por definición, nunca se harán corpóreos.

La caridad, ya se sabe, es el reparto de las sobras, una opción cómoda para meapilas necesitados de tranquilizar conciencia sin poner en juego nada de lo que realmente tienen. A punta de caridad hemos mantenido a las zonas más empobrecidas de nuestro país y del planeta en el engaño de que alguien de la ciudad, o de un barrio más adinerado, o de alguna empresa con un plan de marketing social les enviará un tarro de leche en polvo que evitará que su hijo se muera, pero que no será suficiente para que viva en plenitud. ¡Tan diferente esa palabreja de la solidaridad!

Y la esperanza… ¡ay! la esperanza, ese ha sido el verdadero opio de los pueblos acostumbrados a que cuando ya no les quedaba aliento, ni dignidad, ni carne con la que sujetar sus huesos siempre aparecía algún iluminado que decía aquello de: “la esperanza es lo último que se pierde”, un principio tan absurdo como falso. La esperanza se pierde al mismo tiempo que la cartera y la dignidad, lo que queda es la ilusión de la esperanza, equiparable como buena virtud teologal, a la promesa del paraíso. Posponer ha sido una estrategia para contener a los desdichados… e, igual que se pospone el derecho a una buena la vida para después de la muerte, se camufla la injusticia gracias a la ilusión de la esperanza.

Entonces… la pregunta es ¿somos pesimistas u optimistas? Optimistas, desde luego. Optimistas cotidianos capaces de ver la cantidad de supervivientes que contienen nuestras calles, los científicos nacionales que andan formándose por el mundo, las nuevas organizaciones sociales que desde Puerto Obaldía hasta Bocas del Toro están luchando por el bien de sus comunidades, los artistas emergentes, los ejemplos de solidaridad cotidianos en pueblos y barriadas… Pero esas no son las buenas noticias –good news– que algunos quieren ver todos los días en los periódicos. Por good news se ha entendido en los medios de comunicación y entre los lectores–espectadores la babosería, lo superficial, lo obsceno incluso. La inauguración de una nueva tienda de Loewe o la condecoración de no sé qué personaje de alta alcurnia en algún golf club de los Estados sí entra en esa categoría. Bueno, o la propagación de la cultura de la abstinencia, o artículos inflamados sobre la patria, o textos que inciten a la educación en valores… propaganda de lo más nociva por vacía de contenido.

Así que algunos seguiremos con el optimismo pesimista, o con el buen humor realista. Dice Joaquín Sabina que hay más de cien palabras y más de cien razones para no cortarnos de un tajo las venas. Estoy de acuerdo. Y entre esas razones, está la obligación ética de ser críticos.

[C. echa mano esa vez de si mismo y superando el pudor plagia sus propias letras: “La lucha no es cuestión de heroísmo, nada más lejos de su genética. Es la responsabilidad de los que, alimentados y leídos desde la infancia, no se pueden permitir la pesadumbre de la costra, del amor tibio, de las mañanas previsibles”.]

El autor es periodista

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