Un ‘tenteallᒠirresistible

Todo el mundo comete errores. La clave es cometerlos cuando nadie nos ve. Peter Ustinov.

Cuando mi mamá quería que yo me esfumara rápidamente, me enviaba con la tía Rosa para que me diera un poco de “tenteallá”, así podría hablar con la visita sobre temas que no me eran accesibles. La tía Rosa jamás me defraudó, siempre tenía en su cocina algo delicioso en marcha y yo me convertía en el probador oficial. Una vez un amigo me vio salir de la casa y me preguntó adónde iba. Le dije que la tía Rosa me iba a dar un poco de “tenteallá”. Se echó a reír y me dijo que yo era un tonto, pues el “tenteallᔠno era otra cosa que dos palabras pegadas: tente allá, y que mi madre lo que hacía era mandarme a un exilio disfrazado. Al precoz amigo mío casi le da un infarto cuando me vio bajar de la casa de la tía Rosa con un “chocao” con queso blanco encima que trinaba de sabor.

A veces paga ser crédulo. Ya grande (en años) y con canas, todavía me atrae el nombre. No puedo ni quiero evitar que la sola palabra “tenteallᔠme haga evocar tiempos dulces y dulces al tiempo.

El “tenteallá”: la corrupción. Me derriten las ganas de probar aunque sea una tajadita de corrupción. ¿A qué sabrá? Sabrá Dios. A mí me parece que tiene infinitos sabores. Por ejemplo, puede ser una corrupción a la guancaína, preparada por un chef Allan, o un sushi al estilo Fuji, o un goulach a la Ceausescu, o unas muquecas a la de Mello, o unos camotes a la Perón... Trato de decir algo, pero Tito continúa impertérrito: destaparon las ollas de un sancocho que, además de ñames, burbujeaba en corrupción. Otros, menos brutos y más taimados, prefieren lo que podría ser el plato ideal de la corrupción: el tamal. Empezando por el nombre: ta mal.

«¿Que está mal lo que haces? ¡Carajo!, abre la boca y traga». Dulce tamalito, envuelto en hojas verdes, ¿no es como un secreto color dólar? ¿Se habrá estrenado ya el euro en la culinaria corruptora? Bueno, ya unos paisas lo falsificaron. La corrupción es más universal que la sopa de garbanzos. Se cocina en las mejores familias (de pronto me acuerdo de las corrup-chuletas holandesas que se sirvieron en aviones de la Lockhead). Ahhh, pero todavía nadie ha superado a Pablo Escobar con sus ajiacos corruptores, ese sopón condimentado con coca y dólares. Y si te caía mal, te purgaba con una bomba.

Aprovecho que Tito coge aire y meto mi cuchara: a diablo.

—¡Cállate, idiota! no se habla de un dólar, un solitario e indefenso dólar no corrompe a nadie ni le da sabor a nada. En el banquete clásico de la corrupción se sirven bangañadas de dólares y curiosamente nadie se harta.

También hay dólares invisibles que pasean como ensaladas cibernéticas y caen ­¡oh impuras sorpresas!­ en las relucientes bandejas de bancos sacros y alpinos. ¡Por Dios que se me cae la paletilla por la corrupción!

—No digas tamaña bestialidad, Tito. La corrupción es golosina peligrosa, algo así como el fugu que comen los japoneses y se juegan la vida si está mal preparado. En la corrupción arriesgas tu nombre y tu libertad.

—No si sigues el consejo de Ustinov. Yo quiero probar la corrupción porque debe ser delicioso estar forrado en billetes y porque se está generalizando de tal manera que pronto será lo normal y lo bello. Te aseguro que el día vendrá en que la policía visite tu casa y exija: «A ver, denos una prueba de su corrupción». Y como se te ocurra decir que no tienes, por más que asegures que no te repugna sino que no te han dado la receta, de seguro te llevarán por la relinga ante el juez: «Su señoría, este es un hombre tonto y peligroso que con su estúpida honestidad atenta contra nuestra sagrada sociedad de corruptos».

—Por favor, Tito Piedra, vete a fumar a otro lado...y déjame reflexionar sobre lo que has dicho.

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