ESQUEMAS DE DESARROLLO NACIONAL

¿Hacia dónde va la península?: Milcíades Pinzón Rodríguez

¿Hacia dónde va la península?: Milcíades Pinzón Rodríguez
¿Hacia dónde va la península: Milcíades Pinzón Rodríguez

Los recientes sucesos acaecidos en las provincias de Herrera y Los Santos hacen de obligatorio cumplimiento el reflexionar sobre su génesis. En principio podemos asumir un análisis superficial y emotivo, quedándonos en los consabidos lamentos, pero esa postura escapa a nuestro objetivo.

En verdad, la problemática de la península de Azuero no es nueva; lo novedoso radica en la virulencia con la que se ha expresado en las últimas décadas. Sin embargo, las causas no radican solo en los individuos; son más estructurales y guardan relación con las transformaciones peninsulares de los últimos tiempos. En efecto, la incorporación provincial a los esquemas de desarrollo nacional se acelera desde mediados del siglo XX y adquiere sus cuotas más altas en los últimos 25 años. Advirtamos que tales cambios han carecido de planificación científica, de modo que los agentes sociales regionales tienen que improvisar en una sociedad a la que le falta la definición de un modelo de desarrollo.

Desde entonces, la zona vive un deterioro constante que estimula la depredación en el plano ambiental y cultural. El modelo socioeconómico vigente se ha visto sometido a un deterioro, necesario en algunos aspectos, pero carente de visión y misión trascendente. Esta situación ya la anunciaban los crecientes flujos migratorios de la pasada centuria.

Nada ejemplifica mejor lo que planteamos que lo acontecido con el sector agropecuario. Dejados a su propia suerte, agricultores y ganaderos terminaron respondiendo al mercado transitista, pero al costo de reducir la capa boscosa a un insignificante 6% del territorio. Todo lo demás fue talado, mientras el ganado bovino doblaba la población existente, los manglares eran destruidos (para construir granjas camaroneras) y la minería mostraba sus colmillos depredadores desde los predios tonosieños. Además, se han deteriorado las fuentes de suministro de agua, las altas temperaturas hacen de las suyas y las secuelas del calentamiento global son evidentes.

La tierra, un bien que antaño era colectivo, ha disparado su valor al ser sujeto de las apetencias del turismo y la cuestión inmobiliaria. Mientras tanto, se reduce el área de cultivo y los centros comerciales (malls) hacen guiños al hombre de la ciudad y del campo, quien aspira a consumir bienes que no necesariamente están al alcance de su bolsillo. Situaciones como las descritas han creado una confusión entre desarrollo y crecimiento, siendo el segundo confundido con el primero, y se olvida que la verdadera medida del desarrollo radica en la calidad de vida.

En una sociedad centrada en los vaivenes del mercado y dejada a su propia suerte, la cultura sufre su mercantilización. Lo que antaño fue una región orgullosa de su estirpe, experimenta la destrucción no solo de sus valores sociales, sino de sus principales rasgos e íconos culturales. La comercialización de los carnavales, bailes de acordeones, adulteración de conjuntos folclóricos y demás expresiones culturales, ha creado una mezcolanza social difícil de contener, ya que algunos medios de comunicación también fomentan el hedonismo, el consumo de licores y la parranda pueblerina como símbolo de prestigio.

Como consecuencia de lo planteado, los que más sufren son los sectores juveniles, que se ven forzados a vivir dentro de un sistema social cuya prioridad no radica en la socialización y la integración. En consecuencia, se crea un ser que no valora la ética del trabajo y que vive de símbolos sociales intrascendentes. Como acontece en el resto del país –porque lo que describimos es una epidemia nacional–, no pocos habitantes del Canajagua y El Tijeras viven ahora la vida fácil, emulan patrones culturales exógenos y ceden ante la tentación de una riqueza fácil y rápida.

De lo dicho se colige que se imponen correctivos que no pueden reducirse a meras campañas coyunturales. A grandes males, grandes remedios. Lo que sí hace falta es la decisión política para el cambio; la conciencia clara, tanto gubernamental como comunitaria, de que no podemos continuar empujando a la población hacia el despeñadero.

Estoy convencido de que las fortalezas regionales, que aquí no hemos expuesto, pueden ser utilizadas como herramientas hacia una planificación que tenga al hombre como objeto y sujeto del desarrollo. El Estado está en la obligación de implementar correctivos, pero el ciudadano tiene el deber ético de ser parte de las soluciones.


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