LEYENDAS

Otra vez la tulivieja

Cuando yo tenía tres o cuatro años de edad, me costaba mucho conciliar el sueño (no era insomnio propiamente dicho. Nadie padece de insomnio a esa edad. Era otra cosa, cuyo nombre nunca me fue revelado). La cocinera de la casa era la encargada de dormirme, y para conseguirlo, me contaba cuentos generalmente aterradores.

Tenía un arte extraordinario para la narración oral. Cada vez que me refería la leyenda de la tulivieja, me recordaba que ella vagaba por la orilla del río buscando a su hijo perdido, pero que si no lo encontraba, se llevaría a cualquier niño que estuviera despierto a esa hora. Cosa que me agravaba el insomnio (para darle un nombre cualquiera), porque me aterraba la sola idea de permanecer despierto por si aparecía la tulivieja.

La solución que encontré fue apretar fuertemente los ojos, fingiendo que estaba dormido.

A los cinco minutos quedaba efectivamente dormido. Pero aquella mujer me inoculó una terrible obsesión con la tulivieja, que me duró años y años, y de la que no pude librarme completamente hasta que escribí El Ahogado.

Después me ocurrieron algunas cosas, a la cual más espantable. Nuestra finca (situada en la intersección de los ríos Changuinola y Teribe) se llamaba Zegla.

Una vez remonté en canoa el río Teribe hasta el último poblado (un sitio, en el que según decía Pedro García, se le habían acabado las semillas a Dios: no se veía un árbol por ninguna parte).

Por pura costumbre pregunté a varios indígenas qué significaba el nombre en su dulcísimo idioma. Nadie lo sabía. Hasta que alguien, -menos tímido-, me condujo a la casa de un anciano con cara de dios. Le pregunté qué significaba Zegla en antiguo teribe.

Respuesta:

-Casa de la tulivieja. ¿Sabe por qué? Porque allí vivió la tulivieja.

Me entró algo muy parecido al pánico.

Años más tarde, vino a trabajar (en el aserradero que habíamos instalado en Zegla) un excelente experto nicaragüense en la materia.

Era muy descreído, y se burlaba de todas las consejas, tildándolas de supersticiones. Lino –era su primer nombre– vino a vivir a una de las casas que

había construido nuestro padre para sus trabajadores. Una noche, Lino se presentó intempestivamente a nuestra casa, despavorido. Me dijo que la tulivieja rondaba la suya. En la mañana embaló todos sus bártulos y se instaló definitivamente en la nuestra.

Como a los dos años de este incidente, llegó a Zegla la maestra de primaria, que a la sazón funcionaba en una casa, –más grande que las otras–, que con ese fin había construido nuestro padre. Tenía una pequeña –aunque cómoda– habitación para que en ella vivieran las maestras. La maestra de esta historia también se mofaba de las supersticiones locales.

Una noche tocaron a la puerta de nuestra casa la maestra y su madre, ambas en estado de pánico. Me contaron que las había aterrorizado la tulivieja. Estuvieron refugiadas en nuestra casa; a los días regresaron a la capital, donde al parecer no hay tuliviejas. Y si las hay (cosa que no dudo mucho) al menos tienen la decencia de no espantar a las maestras de escuela primaria.

Aquí hubiera debido ponerle punto final a estos recuerdos, si no fuese porque quedarían truncos.

El ruido de la tulivieja (el ruido que los campesinos atribuyen a la tulivieja) no es un alarido espantable. Es más bien un breve y seco bú–bú–bú que se repite a intervalos regulares.

Ahora bien, la gente de campo identifica (sin equivocarse jamás) cualquier ruido que oye, de día o de noche, en la montaña.

A veces les va la vida en ello, porque el ruido puede provenir de un tigre o de un león malhumorados o hambrientos. Y ninguno de los campesinos se equivoca jamás.

Porque –como me explicó un viejo baqueano– el que alcanza a ver a la tulivieja es porque ya está en manos del Malo.


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