ALEGRÍAS Y PENAS.

Cuando la vida es un mar de leche

No sé dónde, ni a quién, le oyó mi madre la expresión “La vida no es un mar de leche”, que usaba a menudo cuando contrariados por algo, nos quejábamos. Años después entendí que esas palabras llevaban la intención de fortalecernos para los momentos de tristezas y amarguras que la vida nos pondría por delante; para que tuviésemos claro que la felicidad no es un estado permanente; y que las penas y las alegrías se reparten por todo el mundo y que nadie es ajeno a ellas.

Descubrí, a medida que salía del entorno familiar y me integraba a un círculo más amplio en la sociedad, que hay dolores y alegrías ajenas que se gozan o se sufren como propias; hechos que aunque no me atañen directamente me pueden llevar a uno u otro sentimiento. Así, la medalla de oro de Saladino en los juegos olímpicos en Beijing me dio gran alegría; que sin pasar vergüenzas estemos representados en los Juegos Paralímpicos en Beijing, me hace feliz; y qué decir de la alegría que sentí cuando supe que Franz Wever no puede aspirar a la reelección como diputado. No obstante, con demasiada frecuencia los pesares también llegan.

Me dolió profundamente la muerte de tres niños que el 30 de noviembre de 2007 fueron atropellados en Las Guías de San Carlos; y que tres jóvenes madres, una de ellas embarazada, hace pocos días murieran en iguales circunstancias, también en Las Guías; en el mismo sector, hace unos años un camión de plataforma embistió un bus pequeño y causó la muerte de 11 personas. Recientemente una joven mujer murió en la carretera Panamá–Arraiján, en un impresionante accidente causado por un autobús que cayó sobre varios carros.

Tengo viva la tristeza por la muerte de la pareja que, aquella fatídica madrugada, cuando volvía a casa después de dejar a su hija en el hospital, fue embestida por un potente vehículo conducido por alguien que, conociendo como nadie los procedimientos legales para un caso así, se escabulló y “aquí no ha pasado nada”. Estas víctimas se convirtieron en cifras de las frías estadísticas oficiales que nos informan que “en lo que va del año han muerto equis número de personas por atropello; otras por colisión; que suman más que el año pasado”. Para los familiares de las víctimas las frías estadísticas no importan. Importan el nombre de su muerto, el dolor, el luto, los huérfanos, el viudo.

¿Qué responsabilidad tiene el Gobierno en estas tragedias? ¿Y por qué me escuece la compra de una camioneta de 94 mil dólares para el nuevo presidente de la Asamblea? Veamos. En 2007, para cubrir los 337 kilómetros cuadrados de los nueve corregimientos del distrito de San Carlos, y prestar servicios a los 25 mil habitantes del área y los miles de visitantes a las playas del distrito, existía un solo radio patrulla y siete agentes de la Policía Nacional (La Prensa 2/7/07).

Para actualizar la información sobre los radiopatrullas disponibles en San Carlos, llamé (12/9/08) a la Policía y, señores, ¡a pesar de tanta muerte la Policía del distrito de San Carlos sigue contando con un solo vehículo! En el distrito de Antón –748 kilómetros, que incluyen el importante Valle de Antón y las bellas playas del área de Farallón, con muchas viviendas y hoteles de lujo–, la patrulla de caminos (responsabilidad del Ministerio de Gobierno y Justicia) cuenta actualmente con dos “carritos” Toyota Tercel en condiciones “más o menos”.

Esto explica que sienta como bofetada que el anterior presidente de la Asamblea Nacional deja a su sucesor aviado con la camioneta más cara del mercado local, 94 mil 90 dólares que pagaremos usted y yo. El nuevo presidente de la Asamblea, Raúl Rodríguez, cuestionado sobre la compra respondió: “Si lo vemos desde ese punto de vista compraríamos un Yaris, pues. Pero no. Es una Land Cruiser y no es la primera vez que se compra” (La Prensa 10/9/07). ¡Amén! Sería agregar bofetadas extras enterarnos del número de super–vehículos comprados por la Asamblea Nacional.

Les cuento algo que es el pan nuestro de cada día. Regresando del interior me rebasó un conductor que además de ir a velocidad excesiva, maniobraba erráticamente; al policía apostado en Campana le dimos el número de placa del auto, pero de nada sirvió ¡no tenía radio para reportarlo más adelante! No hay forma de que el ministro de Gobierno y Justicia, Daniel Delgado Diamante, pueda convencerme de que no hay dinero para comprar vehículos para patrullar las carreteras; para cámaras fotográficas en sitios con altos registros de accidentes; para equipo de comunicación y radares.

Dinero hay allí de donde sacan para mantener en planilla a la caterva (multitud de personas o cosas consideradas en grupo, pero sin concierto, o de poco valor e importancia) de “asesores” atrincherados en todas las instituciones estatales; o de los astronómicos renglones asignados a la publicidad estatal que nos atiborra con “reciclados” e innecesarios comunicados (hasta por el Día de Cualquier Cosa). No es el dinero lo que escasea. Lo que no abunda entre estos funcionarios es la solidaridad con el dolor ajeno. Para ellos, más importante que la seguridad de otros, es tener un automóvil que haga juego con la elegancia del saco y la corbata. Para ellos, la vida sí es un mar de leche.


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