[EL SENTIDO DE LA NAVIDAD]

Los viejitos tristes

Los viejitos tristes se asomaban por la ventana esperando ver un rostro conocido acercarse a su casa.

Desde la “noche de las velitas” o del alumbrado a la Virgen Inmaculada, el día anterior al 8 de diciembre cuando se celebra la Concepción de María, ellos se prepararon para recibir a los hijos y nietos, con sabrosas viandas, pero nadie llegó.

Sus hijos, ocupados en intensas faenas de comprar en almacenes, saciando la voracidad consumista que aprendieron de ellos, no les cruzó por la mente la promesa hecha. Se excusaron argumentando que “la Navidad es solo para los niños”, como si fuera un asunto comercial.

Ofrecieron compensar a los abuelos dando su palabra de que el primer día de la novena de aguinaldo o las posadas navideñas, los visitarían para rezar y cantar juntos.

Debido a que los viejitos han sufrido la soledad, hace mucho tiempo reconciliaron en su espíritu la idea de que las festividades decembrinas son fechas de recogimiento familiar, donde un abrazo y un beso son más reconfortantes que regalar una muñeca Barbie o un juego virtual de Wii.

Esta semana visité una tienda de juguetes, junto a mi hija Michelle, midiendo el termómetro de sus deseos; mientras ella escogía pensé que en ese lugar debían haber muchos hijos que olvidaron a sus viejitos.

Las filas interminables daban vueltas por los pasillos y los clientes empujaban los carros repletos de cajas con juguetes que en poco tiempo pasarán a ser un montón de cacharros desatendidos en el cuarto de san Alejo.

Una esposa preguntaba: ¿Qué les regalamos a mis papás? A lo que el marido respondió: ¡No les compremos nada! ¡Joden mucho! Además, todo lo guardan en el cajón con naftalina”.

Oír sobre la naftalina me hizo recordar una anécdota familiar. Cuando mis hijos mayores estaban pequeños y visitábamos a mi padre, creían que el olor de esas bolitas pesticidas que, en antaño, las usaban en los armarios para espantar polillas y cucarachas, estaba relacionado con la Navidad. Era tan fuerte el aroma que opacaba el de pino silvestre, que papá esparcía para ambientar la velada.

También rememoré a mis hermanas lamentándose de que él jamás usaba las camisas y las corbatas que le regalaban, guardándolas en las bolsas originales, custodiadas por las pepitas fumigantes y adornadas con bichos patas arriba.

Lo que ninguno de nosotros comprendía y tuvieron que pasar varios años para entenderlo, era que él le daba poca importancia a los regalos recibidos, mucha a los que entregaba, pero más valor a nuestra visita que festejaba con villancicos y música clásica, como una feria de amor en su corazón.

Los viejitos tristes no recibieron la visita el primer día de la novena navideña como les prometieron. Esa noche, solitarios, comieron un platico de arroz con leche, sazonado con lágrimas que se escurrieron por sus mejillas, lamentando no haber tallado en el corazón de sus hijos y nietos más afecto y cariño, en vez de abrumarlos con regalos y cosas materiales.


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