Antes de seguir adelante, dejemos en claro que la Secta de los Asesinos no era el Murder Incorporated avant la lettre que describió Brocardus, ni el jardín encantado que floreció en el relato de Marco Polo, ni los adictos al hashish que inventaron los enemigos musulmanes de los sectarios. Es cierto que la palabra asesino viene de hashish, pero eso lo único que demuestra es lo apasionante que es la etimología.
El legendario Viejo de la Montaña original se llamaba en realidad Hasani Sabbah. De su vida no sabemos más que lo que él mismo contó en una interesantísima autobiografía, tan fantasiosa como los calumniosos ejercicios literarios de sus enemigos. Reclutó entre los ismaelitas del norte un ejército, que lo siguió ciegamente por regiones anfractuosas hasta el castillo de El Alamut, situado a 2 mil metros de altura. Allí se establecieron, allí construyeron una fortaleza inexpugnable que haría encoger de miedo el corazón de los poderosos y encender de poesía la pluma de Marco Polo. Alamut en persa significa nido de águila. Hasta su muerte, ocurrida 30 años más tarde, Hasan jamás salió de su fortaleza. También se apoderó de otros castillos, pero desde el Alamut entrenó a sus asesinos y consolidó su reino de espanto.
Era un asceta que exigía a sus seguidores el ascetismo (nada de drogas, de juergas, de comer cerdo, ni de promiscuidad sexual). Durante los dos siglos que duró la vigencia de la secta, no hubo en el Medio Oriente magnicidio, ni muerte de otras figuras políticas importantes (califas, visires, etc.), que no fuera obra de ella. En esos dos siglos (porque a la muerte de Hasan otros tomaron su lugar) el nombre de los asesinos inspiró pavor. Se organizaron numerosas expediciones para exterminarlos, pero todas fracasaron, como también fracasaron los cruzados y hasta los mamelucos. Uno de los últimos grandes señores de El Alamut, Sinan (imposible pronunciar este nombre sin evocar la sonrisa del ser más pacífico de la historia), repito: Sinan ibn Muhammad llevó su audacia a hacerle varios atentados nada menos que al gran Saladino (que, cosa curiosa, no era árabe, sino kurdo) de uno de los cuales se salvó éste por puro milagro. Con todo, le infundió tal temor, que Saladino en adelante no dejaba que se le acercara ningún desconocido. Emprendió una expedición punitiva, pero fue rechazada por los asesinos en los desfiladeros que rodeaban a El Alamut. Por último, gracias a los buenos oficios de unos intermediarios, se alió con ellos. If you can not beat them, join them. El golpe de gracia a la secta se lo asestó un nieto de Gengis Kan.
Digamos que los asesinos no se movían por dinero ni por drogas ni siquiera por la promesa del paraíso si morían en el cumplimiento del deber. Los movía el fanatismo religioso, si bien hubo un período en que, hundidos en una prolongada crisis de fe, dejaron de creer, sin renunciar por eso al asesinato. Se convirtieron, para emplear el subtítulo de una historia de Borges, en asesinos desinteresados. Quien quiera conocer a fondo la historia de la secta, puede leerla en la obra de Bernard Lewis o en la de Campbell.
He contado todo esto, porque algunos periodistas parecen creer que la cosa la inventó ben Laden, y que al kaida fue la primera orden de terroristas.
Veamos ahora las justificaciones de los asesinos. Hasan era un asceta en todos los sentidos de la palabra. Por eso, hay que descartar el cuento del hashish o de la ambición de poder. El siguiente era el fundamento teórico de su empresa: para que no perezcan los inocentes, hay que castigar únicamente a los culpables de las guerras y de los abusos del poder. El sectario sólo llevaba una daga, o, para casos especiales, un alfanje, y sabía bien que una vez cumplida su misión, sería asesinado a su vez por los guardaespaldas de la víctima.
El argumento es convincente. La tragedia consiste en que (cosa que no podía prever su inventor) el terrorismo sobrevivió a las dagas y alfanjes, hasta llegar a la era de los explosivos. Ahora con los atentados no se castiga a los culpables, sino a ciudadanos de a pie, que no tienen la menor responsabilidad por las decisiones políticas y militares de sus gobernantes. Este es el verdadero horror, la alucinante irracionalidad del terrorismo contemporáneo. El Viejo de la Montaña jamás habría ordenado un acto como el del WTC: no tienen por qué pagar justos por pecadores, como, en cambio, parecen creerlo Carlos Fuentes y el reverendo Jerry Falwell. Hubiera mandado a matar a Bush, Cheney y Ashcroft, en la seguridad de que el mundo sería un lugar mejor si enviaba a esos caballeros a reunirse con sus antepasados.
