REPRESIÓN.

De viernes blanco a negro

Viernes Blanco: así comenzó llamándose el día. Miles de panameños fuimos a la calle valientemente -valentía es actuar a pesar del miedo que sintamos- en manifestación pacífica, vestidos con prendas blancas, ondeando pañuelos y banderas blancas, el color de la paz. Pero, terribles cosas sobrevendrían a ciudadanos y ciudadanas inermes en esa fecha, el 10 de julio de 1987, cambiando el nombre a: Viernes Negro.

Negro fue el color de las densas tinieblas, tanto físicas por los gases lacrimógenos, chorros de agua urticante, perdigones, balas, toletazos, patadas, etc., etc., lanzados sin misericordia sobre los manifestantes, como también moralmente oscuras, por lo abominable de los actos perpetrados contra los detenidos ese fatídico día. Pocos lo mencionan; claro, es mejor olvidar lo malo, ¿no es cierto? El riesgo que se corre al hacerlo es que se repitan estos acontecimientos trágicos, por nuestra propia indiferencia.

Recuerdo claramente que aquel día dejé temprano mi trabajo canalero para venir a cumplir lo que consideraba mi deber ciudadano: protestar contra los abusos de una dictadura que, sabiéndose acorralada en su soberbia, lanzaba zarpazos a diestra y siniestra. Siniestros serían también los resultados, por el masivo acto cívico a nivel nacional. Poniendo en perspectiva los hechos, cito del libro Golpes y Tratados - Piezas Para el Rompecabezas de Nuestra Historia, de Brittmarie Janson Pérez, 2ª. Ed., 1998, Cap. XI: "Hoy día: El 11 de octubre de 1968, con la imposición de una dictadura militar patrocinada por Estados Unidos de América, la República de Panamá no solamente iba camino de ser invadida por Estados Unidos en diciembre de 1989. Sin libertad de expresión, Panamá fue como un invernadero que quedó sin luz. En ese oscuro intervalo de silencio, tortura y complicidad, se endiosaron los dictadores y se llamaron 'malos panameños' a los que se oponían a su dictadura".

De aquellos polvos vinieron estos lodos, dice el refrán. Tanta represión, tortura y muerte no era sino la reiteración de un comportamiento consuetudinario, ejecutado contra nuestro pueblo desde que se impuso por la fuerza un nuevo "orden" político. Así que lo ocurrido en la fecha conmemorada hoy, 20 años después, no era sino un recrudecimiento, un dar otra "lección" de los mandamases uniformados.

Esa tarde, a eso de las 3:00 p.m., caminábamos mi esposa y mis dos hijas mayores (de 15 y 14 años) por la Vía España; veníamos desde San Francisco donde vivíamos. Por todas partes iban adultos, personas mayores, jóvenes, niños, incluso, dirigiéndose también hacia la Iglesia del Carmen que sería el punto de reunión. Sin embargo, corto sería nuestro trayecto por esta ruta; ya a esas horas se daba la represión contra los que venían en dirección opuesta desde el lado oeste, a la altura de La Cresta; según mi hermano mayor -herido ese día de perdigones en la espalda- tuvieron que replegarse hacia las calles y colinas aledañas por la violentísima persecución desatada. La orden había sido dada desde el cuartel: reprimir, reprimir, arrestar, arrestar. Al llegar nuestro grupo cerca del Multi-Centro Obarrio en Vía España, aparecieron las "chotas" de los doberman a toda velocidad y tuvimos que refugiarnos en una callejuela interna de una ferretería. Estando sentados allí, repentinamente se detuvo frente a nosotros uno de los vehículos represores, que para esos tiempos tenían forradas las ventanas de malla expandida; del mismo se apeó el conductor, un doberman armado, en actitud amenazadora, y al verme portar una gran bandera blanca se me vino encima y me la arrebató, aprovechando el momento para propinarme un golpe con el palo que hacía de asta. Mi hija mayor, en un arranque emotivo le gritó al genízaro: "¡no le pegue a mi papá!". Nos miró indeciso por un momento y se fue. No me he cansado de dar gracias a Dios porque, como circunstancialmente el doberman estaba solo, no nos llevaron presos; lo que le ocurrió a los centenares de arrestados ese día está vivo en nuestra memoria.

Después tuvimos que regresar, y aparecieron entonces más "batidas" persiguiendo y helicópteros sobrevolando muy bajo; todos corrimos hasta la Vía Brasil, personas de muy buena voluntad nos recibieron en sus casas, luego salimos y rápido nos fuimos hacia el apartamento donde vivía la abuelita de las niñas, cerca de la entrada de la Vía Porras. Hasta allá nos persiguieron los doberman, lanzando gases lacrimógenos al final del pasillo, donde, afortunadamente, había un jardín que ayudó a ventilar.

No olvido que una bomba cayó al lado de nuestra segunda hija y el gas la dejó inconsciente; desesperado, la halé por los cabellos y reaccionó; nuevamente el Señor protegió a una jovencita que ese día quería ser ciudadana responsable.

Creo que por ser una de tantas historias, sobraría entrar en más detalles de nuestra experiencia vivida en esa fecha, que en realidad fue una de las más "afortunadas", si me permiten la ironía. Otros y otras sufrirían vejámenes inimaginables.

El autor es arquitecto y profesor universitario


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