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XXX: 30 años

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No hubo nada, absolutamente nada, dejado al azar durante la Operación Causa Justa, nombre clave de la breve y brutal invasión militar de Estados Unidos a Panamá. Hablo no como politólogo o historiador, que no soy, sino como testigo en primera persona de los hechos, tanto como audiencia televisiva en Estados Unidos, y como eventual guía y traductor de un premiado periodista estadounidense que vino a cubrir los hechos de fines de diciembre de 1989.

Pero sobre todo hablo como practicante de un arte que nace de las ciencias militares aunque le cueste admitirlo; un arte que se especializa en borrar sus violentos procesos de producción para mostrarnos un producto final idealizado y conmovedor, una narrativa edulcorada que va acompañada sutilmente de una fuerte carga ideológica, con claros mensajes meta-textuales de cómo debemos entender el mundo y cuáles reglas debemos acatar. Hablo como cineasta.

Todo, absolutamente todo, fue tomado en consideración durante la preproducción y producción de este drama, desde el detalle más pequeño hasta los mensajes de alcance regional y global que se buscaban transmitir. Su nombre clave fue cambiado estratégicamente, abandonando su título de trabajo “Operation Silver Spoon” (“Operación Cuchara de Plata”), que admitía la mal crianza estadounidense de Manuel Antonio Noriega, niño mimado de al menos cuatro administraciones republicanas de Estados Unidos. “Operation Just Cause” fue el título de exhibición final, justificando nominalmente el excesivo uso de fuerza de la potencia atacante.

“Errores”, como incinerar gran parte del barrio de El Chorrillo hasta sus cimientos o ametrallar a tres periodistas que habían salvado el cerco mediático estrictamente impuesto por las fuerzas armadas estadounidenses, también conllevaban mensajes claros.

En el primer ejemplo, los incendios de El Chorrillo, un barrio que el Comando Sur conocía como la palma de su mano, los diálogos entre miembros de la tripulación de al menos uno de los dos aviones Spectre AC-130 que disparaban sus cañones de 105mm a la Comandancia de las Fuerzas de Defensa de Panamá, dejan entrever que buscaban provocar “bonfires”, fogatas sobre edificios claramente definidos y sus alrededores, en contradicción con la narrativa oficial de estar realizando una “operación de precisión quirúrgica” y que los incendios fueron causados “por batalloneros”. En todo caso, cualquier persona que haya realizado un servicio militar y que en un entrenamiento nocturno haya usado balas trazadoras, proyectiles cubiertos con una película de fósforo que por su fricción con el aire dibuja un trazo que le permite al tirador saber a dónde está disparando, sabría que esta misma película de fósforo puede provocar un incendio, como ocurrió, según testigos presenciales. Y se provocaron muchos incendios. Para mí el mensaje a una América Latina que entraba en un proceso de conclusión de dictaduras militares apoyadas por Estados Unidos era claro: “Si se les va la mano, estas son las consecuencias”.

El mismo mensaje fue enviado al cuerpo de prensa independiente cuando se dio un tiroteo confuso en un área completamente apaciguada, el entonces Hotel Marriot (hoy Sheraton), junto al Centro de Convenciones Atlapa, en el cual, curiosamente, se hospedaban los pocos periodistas que no habían sido detenidos, perdón, retenidos en la base aérea estadounidense de Howard, hoy Panamá Pacífico, “por su seguridad”, evitando que cubrieran los hechos. Según testimonio de Malcolm Linton, fotógrafo de Reuters, él, el ya célebre fotógrafo de guerra francés Patrick Chauvel y el fotoperiodista y retratista español Juantxu Rodríguez, que se encontraba de paso por Panamá cuando lo pilló la invasión, esperaban tranquilamente frente al hotel cuando se acercó una formación de tanquetas del ejército de Estados Unidos que los reconocieron claramente como periodistas. Sin embargo, segundos después, el artillero de la primera tanqueta los barría con su calibre .50 y Linton fue abaleado desde atrás en la pierna, también por tropas estadounidenses pero desde el hotel. Chauvel fue herido de gravedad en el estómago. Juantxu Rodríguez murió instantáneamente por una bala —¿De la tanqueta? ¿De la M-16 de un soldado? ¿De un equipo francotirador?— que entró precisa por su ojo izquierdo. Tenía 32 años.

Se le dio claramente a entender a la prensa internacional independiente que si no jugaban con las reglas del invasor, pagarían las consecuencias con sus vidas, sin importar cuán celebres fueran.

Pero los mensajes meta-textuales de la invasión también eran de alcance global. La Unión Soviética se desmoronaba, algo tan impensable en aquellos tiempos como el hecho, cada vez más posible, de que hoy día Estados Unidos entre en guerra civil. Ese mismo Estados Unidos dejaba claro que el mundo binario este/oeste, capitalismo/comunismo, llegaba a su fin y que Estados Unidos sería el guardián del nuevo orden, el “global policeman” del “New World Order” (“New World Order, same old murder”, rezaban las pancartas de las protestas contra Bush padre en aquel entonces). Ese nuevo orden se definiría primero de cara a la lucha contra las drogas, pero cuando esto resultó demasiado engorroso, a la lucha contra el fundamentalismo musulmán. Y allí vamos.

Se habla mucho de que Estados Unidos aprovechó “Just Cause” para probar nuevos armamentos —sobre una población civil, dicho sea de paso—. Es totalmente cierto, pero lo que más probó fue una nueva estrategia de cómo ejecutar guerras, más efectivas que sus prolongadas y engorrosas invasiones a Corea y Vietnam, su torpe intromisión en el Líbano de los 80 o su incompetente toma de Granada; luego de tantos traspiés, Panamá no podía salir mal, más porque los aviones despegarían frenando para atacar sus objetivos. Pero más que una nueva estrategia de ataque, se trataba de la adopción de un viejo tipo de agresión: el “Blitzkrieg” o guerra relámpago, estrategia militar del Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial. Control medial absoluto, bombardeo aéreo intensivo, una enorme participación de fuerzas especiales (una tercera parte de los 27 mil soldados de Estados Unidos eran fuerzas élite), caos provocado en las filas ajenas (el saqueo, luchas entre panameños a favor y en contra de Noriega) y, finalmente, ocupación. O re-ocupación, dado que la ocupación, que nunca hemos querido llamar por ese nombre, empezó en 1903 con la llegada de naos de guerra estadounidenses que garantizaran la separación panameña de Colombia. Este “Blitz”, que Estados Unidos renombró “shock and awe” (“conmoción y asombro”) se repitió en Irak, los Balcanes, Irak nuevamente y Afganistán. Hoy día pasamos a una nueva estrategia, la guerra electrónica a cargo de drones y la guerra externalizada a cargo de mercenarios que no tienen que acatar acuerdos internacionales. Pero en su momento, “shock and awe” formaba parte del mensaje estadounidense a aquellas naciones que no quisieran acatar su visión del mundo.

Esto último, me atrevo a decir, va de la mano con el cambio de título para esta obra perversa que fue la “Operation Just Cause”. En aquel momento se habló, quizá a manera de leyenda urbana, de un soldado estadounidense que grafiteó alguna pared en algún barrio de la capital con la frase “Operation Just ‘Cuz”, “Operación Porque Sí”, interpretable como “porque nos dio la gana”. Hasta esto, a mi parecer, va de la mano con los mensajes codificados de esta gran producción medial cuyo número de víctimas civiles no podremos conocer jamás.

El autor es cineasta


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