HOMBRES QUE CAEN Y VUELVEN A LEVANTARSE

Historias de redención

Historias de redención
Desde enero hasta la fecha, los presos de El Renacer han reparado 4 mil 257 sillas, que son enviadas a escuelas pública

Dejar de ser, desaparecer. Perder el equilibrio hasta dar en tierra o cosa firme que lo detenga. Perder la prosperidad, la fortuna, el empleo. Moverse de arriba abajo por la acción de su propio peso.

La Real Academia de la Lengua define de 29 maneras la palabra caer. La número 11 dice: incurrir en algún error o ignorancia o en algún daño o peligro.

Los presos de la cárcel El Renacer conjugan este verbo en primera persona cuando uno les pregunta: ¿por qué estás aquí? “Yo caí un día...”, “caí cuando...” o “caí porque...”, contestan.

Para ellos, la palabra caer está asociada al momento que los tiene presos, que los procesó, que los condenó. Al infortunio.

Historias de redención
Desde enero hasta la fecha, los presos de El Renacer han reparado 4 mil 257 sillas, que son enviadas a escuelas pública

CAER Y CAER

En una cárcel cae una buena parte de la sociedad: el estafador, el traficante de drogas, el político acusado de corrupción, el atracador de bancos, el deportista caído en desgracia, el músico ambicioso, el militar que se pasó de la raya.

El Renacer, con sus 311 presos, es una muestra de ese laboratorio social. Caen, caen y caen. Sí, se hunden, pero muchos intentan levantarse. Detrás de las rejas hay historias de redención. Doscientos cuatro de los 311 privados de libertad de esta cárcel participan de alguno de los programas de resocialización que el sistema les da.

Ubaldo Marcucci le quitó la vida a una persona un día que manejaba pasado de copas. Florentino Hurtado asesinó a un hombre en una remota población de Darién. José Manuel Moreno cometió un robo agravado. Los tres intentan reconciliarse con la sociedad. Cortan madera, la lijan, la pintan. Enderezan hierros, ponen y quitan tornillos, son diestros con la máquina de soldar.

Participan del programa Mi Silla Primero, una de las iniciativas con las que la Dirección General del Sistema Penitenciario (DGSP) apuesta por el personal de El Renacer. En lo que va de 2017, 37 presos de esa cárcel apostada en Gamboa, a orillas del Canal de Panamá, han reparado 4 mil 257 asientos que serán enviados a distintos colegios públicos del país.

CONDENADO A 14 AÑOS

“Yo caí en 2011. Tuve un percance automovilístico. Atropellé a una persona. Le privé la vida a alguien. Iba con los efectos del alcohol. Me condenaron a 14 años de cárcel, ya llevo 6 años y medio. Nunca había estado preso. Y ha sido difícil para mí”, cuenta Marcucci, de 37 años.

Primero estuvo encerrado en La Joya, la cárcel más peligrosa del país. Allí se hizo bachiller y pintaba cuadros. Por su buena conducta fue trasladado a El Renacer, y desde hace cuatro meses y medio repara sillas escolares. “No sabía nada de trabajar con la madera ni ebanistería ni nada. En cuatro meses y medio que llevo en el programa, he aprendido de todo un poco”, narra.

Marcucci cuenta que ahora no se siente en prisión. Tiene una rutina forjada. Se levanta a las 6:00 a.m. Hace ejercicios. Reza, desayuna y a las 8:00 a.m. entra al taller. Termina a las 3:00 p.m. Regresa a su penthouse, como le llama a la celda.

“Hágase la idea de que es una recámara y se comparte con dos o tres compañeros. Tiene camarotes, tiene su baño adentro, tiene ciertas cosas que hay que darles mantenimiento, pero cada uno hace su poquito de esfuerzo [...] por lo menos en mi apartamento, ya tenemos una alfombra, cielo raso y un abanico de techo que nos donaron (...)”.

“Muchos de nosotros queremos reconciliarnos con la sociedad. Muchos aquí no somos delincuentes de esos que cometieron un delito X o Y. En mi caso, fue un accidente. Le privé la vida a otra persona, pero independiente de eso, muchos somos profesionales, exmiembros del Gobierno y nunca pensamos que íbamos a caer”.

En 2018, Marcucci quiere seguir estudiando. Se anotará en informática, que junto con derecho son dos de las carreras que se imparten en El Renacer. Mientras tanto, seguirá reparando sillas. Le ilusiona saber que allí se sentará un niño que podrá estudiar y prepararse para la vida. Le ilusiona saber que por cada dos días de trabajo obtendrá un día de libertad, una ventaja de la ley penitenciaria. Le ilusiona saber que algún día volverá a la calle, como un hombre libre, como un hombre nuevo.

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Desde enero hasta la fecha, los presos de El Renacer han reparado 4 mil 257 sillas, que son enviadas a escuelas pública

NO TENÍA SILLAS

Florentino Hurtado, de 52 años, es de Puerto Quimba, Darién. Cuando era niño vivía en una finca que se llamaba Champion, donde todas las noches escuchaban el rugido de un tigre que se paseaba por la selva.

Dice que era un lugar remoto, donde no había casi nada. Tanto así, que en la escuela no había donde sentarse. “Las sillas de nosotros eran hechas por los padres de familia con una mesa grande. Ahora que yo me encuentro haciendo esta labor, en verdad me llena de alegría, porque ya no soy yo el que me voy a sentar, pero sí pueden ser mis nietos”.

Florentino clava su mirada sobre una de las sillas que están en reparación, la señala con el dedo índice y dice: “Pienso que allí se va a sentar un niño que va a tener una mejor educación y que llegará a tener una buena posición en la vida”.

“En diciembre me trasladaron de La Joya para acá por mi buen comportamiento. Desde cuando caí preso, nunca he tenido una controversia con mis compañeros. Me echaron 28 años de cárcel. Ya llevo 9 años preso y 7 trabajando. Me siento mejor aquí. La mayoría de la comunidad es más tranquila. Tengo trabajo, que es lo más importante”, añade.

“El Renacer no es lujo, pero es mas cómoda que La Joya. Lo único malo es que tenemos un problema bien serio: no tenemos abanico y hace mucho calor. Allá arriba, en el pabellón, hay mucho calor”, relata este hombre que llegó a la cárcel porque mató a otro.

CON AMOR

José Manuel Moreno tiene 26 años y está condenado a 9 años de prisión. “Me inculparon por robo agravado. Aparte de trabajar aquí, el año que viene estaré participando en un programa de la universidad, y así cuando salga podré trabajar en lo que aprendí. Uno acá tiene esparcimiento todos los días, biblioteca, fútbol, recreación, estudios, cursos. Hay muchas personas aquí que son estudiadas, son universitarias”.

Dice que aunque sabe que no disfrutará de las sillas que repara, le alegra saber que las usarán niños de escasos recursos, de Darién, de Changuinola. “El profesor nos dice que esto hay que hacerlo con amor, como si fuera para nosotros mismos. Y ese amor, ese cariño se ve aquí en cada silla que sale”, cuenta.

EL PROGRAMA

Leonardo Rodríguez pertenece a la Dirección de Mantenimiento del Ministerio de Educación (Meduca), que junto con la DGSP impulsan el programa. Rodríguez es el coordinador del taller. El que delega las responsabilidades, da las instrucciones y pone orden. Afirma que cada semana reparan alrededor de 230 sillas. Los demás detalles los da Sharon Díaz, subdirectora de la DGSP. Ella cuenta que aunque el programa nació en 2008, fue hace algunas meses que se firmó un convenio con el Meduca, lo que le dio fortaleza.

Por ejemplo, a partir de febrero de 2018 los que participen de esta iniciativa recibirán una remuneración. También hicieron un estudio para mejorar el taller. “La misma estructura tiene debilidades”, dice.

“Lo primero que pidieron [los reclusos] fue el equipo de sonido. Se les dio, al igual que fuentes de agua, y vamos a arreglar el techo”, cuenta.

“Es un proyecto que retribuye. Además de estar cumpliendo una pena, estos privados se comprometen a aprender un oficio, en adquirir características, habilidades y hábitos de trabajo. Por ejemplo, el marcar un horario, firmar una lista de asistencia, pero adicional entienden y se sienten bien, porque saben que le ayudan a personas que lo necesitan. En este caso, a los niños que no tienen la forma de recibir un escritorio, una silla adecuada”, manifiesta.

¿Cómo escogen a quienes participan en el programa?

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“La junta técnica –un psicólogo, un trabajador social, un abogado, el jefe de seguridad y el director del penal– identifican qué privados tienen esa habilidad”, dice Díaz, y explica que entre todos emiten una evaluación que es entregada al juez de cumplimiento. Tienen en cuenta no solo el perfil de seguridad de la persona, sino el psicológico, el sociológico y el comportamiento dentro del centro. Luego, el juez de cumplimiento emite una resolución, en la que habilita al recluso para trabajar.

De acuerdo con cifras suministradas por el Ministerio de Gobierno, la entidad que cobija a la Dirección General del Sistema Penitenciario, en las cárceles del país hasta el momento hay 16 mil 335 personas privadas de libertad. Quince mil 396 son hombres y 939 son mujeres. De esas, unas 8 mil personas participan de los programas de resocialización.

Díaz cuenta, por ejemplo, que en 2013 arrancó el programa anexo universitario en el Centro Femenino de Rehabilitación Cecilia Orillac de Chiari. Como no tenía salones, usaron contenedores. Setenta mujeres empezaron a estudiar, pero 15 de ellas cumplieron su condena en ese lapso. No se retiraron. Por el contrario, una vez en libertad siguieron estudiando y se graduaron. “Fue emocionante verlas con su toga y con su sombrero”, cuenta.

Las carreras que se imparten en ese centro son desarrollo comunitario, técnico en comunicación bilingüe, técnico en especialización en call center, y con el lanzamiento del programa Integrarte surgió el técnico en confección de modas.

En 2015 llegó la universidad a El Renacer con dos carreras: licenciatura en informática educativa y derecho. El proyecto camina con el apoyo de la Oficina de Naciones Unidas. Un ejercicio para volver a enseñar a caminar y, en lo posible, para evitar las caídas.


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