Vistazo a los tiempos en los que la bahía de Panamá, lejos de estar dominada por la contaminación, era el punto de llegada a la ciudad capital y su malecón, olas y playas eran aprovechadas para la recreación familiar.
En las imágenes hay vistosos veleros y barcos de vapor, un agitado ir y venir por el malecón y centenares de personas disfrutando del sol, el agua y la brisa. Gente con elegantes trajes y sombreros de época, mercancía de mano en mano y algunos puestos donde estaba a la venta el producto fresco del mar.
Son fotografías de libros y revistas octogenarias que retrataron en blanco y negro el movimiento y vida de la bahía de Panamá en las primeras tres décadas del siglo XX, cuando no había carreteras ni terminales aéreas. Por entonces, la mejor vía para llegar a la capital era la marítima.
Cuando la embarcación se acercaba, la primera efigie que llegaba a la vista de los viajeros era la de una pequeña ciudad aún con remanentes coloniales, escoltada por el cerro Ancón y por el verde del bosque tropical; todo contemplado desde las diáfanas aguas de la bahía, con sus peces de colores en el fondo, según el testimonio del primer viaje en barco a la cabecera del país de Manuela Moreno, entre 1929 y 1930, cuando las generaciones juveniles de las provincias del interior tenían que venir a estudiar en los colegios de educación secundaria de la capital.
Cayucos, canoas, goletas y curiosas pangas coloridas y con alfombras ayudaban a los visitantes a llegar hasta la costa solo en marea alta, recuerda César Castillo, de 85 años, un niño por aquellos días que se hacían cortos cuando tendía una cuerda de pesca en San Felipe en compañía de su padre.
En aquel tiempo se podía pasar toda la tarde frente al mar, nadando, tirado sobre la arena o caminando con la familia hasta el ocaso, evoca Sebastián Rodríguez, de 72 años, mientras esboza un gesto de pesar al recordar el ayer de la bahía.
Una bahía que inspiró al poeta Rubén Darío, que en sus versos publicados en abril de 1883 en El cronista capturó los momentos de sosiego de la ensenada al hablar de “la soledad de la marea baja”, de “los muelles con sus cien flacas piernas de madera”, del “suave rumor del agua que viene”, de “las caricias de las olas” y del “sonido del aire de la sordina”.
Todavía a principios de la década de 1940, la bahía mantenía su encanto, según muestran las fotografías de la muchedumbre y especies marinas en las aguas cercanas a la urbe que ilustraron un reportaje de la edición de noviembre de 1941 de National Geographic.
Así fue hasta que a mediados del siglo pasado llegó el desarrollo de la ciudad, acompañado de la contaminación.






