Los estudiantes de la Universidad de los Andes (ULA) llevaban tiempo quejándose de la inseguridad en el campus de San Cristóbal, capital del estado venezolano de Táchira. Los indigentes que ocuparon un sector del jardín botánico universitario ya habían asaltado a varios estudiantes, por lo que se hacía necesaria la instalación de una garita de seguridad. El reclamo, sin embargo, había caído en saco roto, y para comienzos de febrero la situación se mantenía igual.
Hasta que pasó lo que pasó. El martes 4, una muchacha de primer ingreso –17 años– fue atacada mientras caminaba por el jardín hacia la universidad. Era su primer día de clases. El malandro la tumbó e intentó violarla, pero ella logró escapar. Corrió tanto y tan fuerte que apenas vio gente se desmayó. Al despertar, contó lo que le había sucedido. La noticia corrió como la pólvora por toda la universidad.
“Esa fue la chispa que prendió la mecha”, recuerda Reinaldo Manrique, de 23 años, estudiante de contabilidad en la ULA y presidente del movimiento estudiantil Juventud Acción Universitaria. Tras enterarse de lo sucedido, él y otros estudiantes salieron a protestar pacíficamente, espoleados por lo inmediato pero frustrados por el cada vez más duro contexto –de escasez e inseguridad, racionamiento y contrabando– de la vida en San Cristóbal.
Hasta ese momento, no obstante, era casi imposible identificar algún tipo de amenaza en las protestas de la ULA. Pero la reacción policial fue tan dura –se metió en pleno campus, violando la autonomía universitaria– que echó a andar una bola de nieve de protestas y enfrentamientos que, en cuestión de horas, absorbió a la ciudad al completo.
Las cosas se agravaron la noche del 7 de febrero, cuando Reinaldo, su hermano Leonardo y Jesús Gómez –líder del movimiento Juventud Activa Venezuela Unida – fueron arrestados afuera de los tribunales de la ciudad. Tras ser juzgados por varios cargos, sin pruebas y sin apelación, fueron trasladados el día 8 –en helicóptero y avioneta– a la cárcel de Coro, en el estado noroccidental de Falcón.
La chispa de su arresto provocó un incendio –primero en la misma cárcel, y luego en toda Venezuela– que sobrepasó hasta las expectativas más optimistas. Sus historias fueron utilizadas por una facción opositora para convocar una gran protesta nacional el día 12. Esa protesta, a la postre, se saldó con varios muertos. Desde entonces, la atención nacional e internacional se desvió hacia Caracas, hacia Leopoldo y Capriles, hacia Maduro y Rubén Blades, hacia el Twitter, los colectivos y los 20 muertos.
Para cuando los Manrique volvieron a casa, pocos se acordaban de ellos, o de que todo comenzó en el jardín botánico de la ULA. Pero San Cristóbal, y el Táchira al completo, han continuado en rebelión. De hecho, más que ningún otro lugar en toda Venezuela.
Bienvenidos al Táchira
El camino a San Cristóbal –desde Santo Domingo, donde se halla el aeropuerto funcional más cercano– entrega los primeros indicios de lo que está por venir: los camiones que van y vienen, la ausencia de transporte público y la presencia militar se mezclan con las majestuosas montañas y los valles andinos. Antes de entrar a la ciudad, lo importante queda claro: primero, aquí está pasando algo grave. Segundo, el Táchira es distinto al resto del país.
“Bienvenidos a la ciudad de la cordialidad”, reza un letrero que, sin duda, fue colocado con mejores tiempos en mente. O quizá no, porque lo primero que aturde al entrar a San Cristóbal son las enormes filas en prácticamente todos los comercios, de gasolineras a farmacias y panaderías. Filas kilométricas, difíciles de sobrellevar día tras día sin una buena dosis de cordialidad.
La situación es especialmente difícil en los supermercados. Afuera del Garzón, uno de los más importantes de la ciudad, Marisela Méndez hace fila junto a miles de personas en medio de una fuerte presencia policial. Lleva siete horas allí, y en su palma derecha tiene escrito su número de llegada: 1296. “Escuché que aquí había harina y leche”, dijo. “Así que me vine para acá”.
Las filas de San Cristóbal rayan lo surrealista. Recuerdan a las imágenes de refugiados o damnificados que suelen darle la vuelta al mundo luego de desastres naturales o guerras. Y en cierta manera lo son: la ciudad entera se ha levantado en rebelión contra el Gobierno, que a su vez ha respondido militarizando el estado. Hoy, por San Cristóbal circulan tanquetas y sobrevuelan aviones de guerra.
Las cicatrices de las batallas –los parches quemados, los escombros, las aceras quebradas– son evidentes en todos lados. Las banderas ondean a media asta y al revés. La cordialidad tachirense para con sus gobernantes se ha terminado. Aquí, la escasez no es consecuencia del conflicto, sino su principal causa.
Sobre las tres de la tarde, queda muy poca gente por la calle. “Después de mediodía, la cosa se pone tensa”, comenta Landis, un taxista local. Recorrer San Cristóbal hoy es una verdadera odisea, pues la ciudad se ha convertido en una especie de museo de las barricadas. Se ven en cada cruce, unas compuestas de basura quemada, otras mucho más sofisticadas. Algunas son permanentes y otras se quitan durante la mañana, que es cuando los vecinos intentan abastecerse y vivir una vida seminormal. Todas, sin embargo, están en su lugar para cuando cae el sol, que es cuando comienza la anarquía. Y todas tienen el mismo propósito: defender la calle de la Guardia Nacional y los colectivos armados.
“Esto se veía venir, era una olla a presión”, asegura Jhonatan Abreu, de unos 30 años, mientras recorremos la ciudad a pie. Las escenas son fascinantes: las señales de normalidad –vecinos conversando, tomando cerveza afuera de las casas, niños jugando en las calles– parecen armonizar con las barricadas, el fuego, los cocteles molotov y, en general, los olores y sensaciones del conflicto. Hablan de una insurrección, por la gente y para la gente, ante una situación insostenible.
“La gente no quiere volver a como estaban las cosas”, continúa Jhonatan. “Se quedarán en las calles hasta que se resuelva esto”. En una barricada cercana, un grupo de estudiantes monta guardia. Tras revisar cuidadosamente mi credencial, acceden a conversar. Cristian, uno de ellos, explica que protestan para que suelten a los estudiantes y presos políticos –desde Jesús Gómez, que fue arrestado junto a los hermanos Manrique, hasta Leopoldo López–, que desmilitaricen el estado, que se acaben las colas y los grupos armados. “No hay vuelta atrás”, concluye.
La situación se repite por donde uno vaya, sin distinción alguna. “Hasta la clase alta ha mostrado sus guarimbas”, dice Jhonatan, mientras una motocicleta pasa por detrás nuestro arrastrando una lavadora para una barricada.
Cerca de allí, un grupo de gente bebe cerveza y conversa entre el penetrante olor a basura quemada. Sus quejas son las mismas. Están hartos del Gobierno, la escasez y la violencia. Hartos de que su ciudad y su estado estén sitiados mientras el presidente baila en cadena nacional. Hartos, dice una maestra, de que se les obligue a enseñar el himno de Cuba en las escuelas. Hartos del miedo, que les hace revisar credenciales y pedir anonimato. El Sebin, dicen, “está en todos lados”.
Pasadas las 6 de la tarde, San Cristóbal se empieza a convertir en tierra de nadie. En el cruce de la avenida Carabobo y la Ferrero Tamayo, que se ha convertido en el epicentro de la actividad estudiantil, un grupo de ciudadanos reza un rosario bajo un semáforo que aún funciona. A pocos metros, una vieja tanqueta –otrora parte de un monumento– forma parte de una barricada. En grandes letras blancas, tiene pintada en su chasís la palabra “paz”.
Caída la noche, unos jóvenes –algunos enmascarados– me piden las credenciales. Su actitud no es agresiva, pero se les nota la adrenalina que precede a la batalla. A esta hora, ya todos van por sobrenombres. Mientras “Tinoco”, de 23 años, explica la organización de sus grupos, un compañero me aconseja salir de allí. “Sé que hay malandros aliados con los estudiantes”, asegura. Lo mismo piensa Julia Peñuela, periodista de Unión Radio y una de las más reconocidas de la ciudad. “Hay grupos armados en alianza con los estudiantes. Como los estudiantes reciben insumos y mucho apoyo, la alianza tiene sentido”, explica. “Son ellos los que cierran los negocios y amenazan a la gente”.
geografía y destino
La situación en el Táchira es grave, pero no es insólita. De hecho, en cierta manera los eventos actuales encajan en el patrón histórico de la región. La rebelión tachirense es una prueba más de que, como decía Napoleón, la geografía es el destino.
Luis Hernández Contreras, uno de los historiadores más importantes de la ciudad, describe el Táchira como una tierra donde se mezclaron varias culturas y que siempre tuvo a Bogotá más cerca que Caracas.
“En el fondo somos colombianos”, asegura. “Los periódicos colombianos nos llegaban al día y los caraqueños no”. Antes de 1914, explica, tomaba tres semanas llegar a Caracas, y cuatro días hasta 1954. En la actualidad, el viaje por carretera aún toma unas 14 horas. Esa distancia ha marcado la tirante relación con la capital: en 1899 y 1901 hubo rebeliones, batallas y masacres en las que se reclamaba la desatención de Caracas.
En cualquier otro país, las aspiraciones separatistas figurarían en el espíritu de los habitantes de una región como esta. Pero no aquí: quizá por esa “rebelión natural” que apunta Hernández, el Táchira goza de una relación amor-odio con el resto del país. Por un lado, el estado se ha caracterizado por ir –casi siempre– en contra de las tendencias que marcan al resto del país. De hecho, este es el único estado en el que Hugo Chávez nunca ganó.
Por otro lado, el Táchira ha producido hasta siete presidentes venezolanos, desde Juan Vicente Gómez hasta Carlos Andrés Pérez, pasando por Marcos Pérez Jiménez. Así, la región ha unido su destino al del país al que suele llevarle la contraria. “Los tachirenses –explica Hernández– nos acostumbramos a que un paisano en Caracas nos resolviera los problemas”.
El historiador va más allá. “El petróleo suavizó nuestro carácter rebelde”. Lo mismo podría decirse de todo el país y de sus problemas económicos. Porque si bien la tensa relación con Caracas sigue presente, el problema que desangra al Táchira hoy tiene que ver con los desbalances entre sistemas económicos tan distintos como los de Colombia y Venezuela, que aquí son más pronunciados que en ningún otro lugar. En pocas palabras, a esta tierra la está matando el contrabando: todo lo demás –corrupción, escasez, racionamiento, inseguridad– se deriva de ahí. En cierta manera, aquí siempre se vieron –y se vivieron– las tragedias de la economía chavista.
De ahí nace el dilema moderno del Táchira. Y el Gobierno, ante las devastadoras consecuencias de sus políticas económicas, ha decidido tomarla con los tachirenses, a los que acusa de contrabandistas, paramilitares y golpistas. Debido al contrabando y la presencia guerrillera, aplican medidas de racionamiento que solo empeoran el problema.
Gran parte de la responsabilidad de la crisis actual recae sobre el gobernador del estado, el chavista José Vielma Mora, cuyo manejo de la crisis ha sido criticado por gobierno y oposición. En San Cristóbal lo acusan de “tripolar”, pues “pasa del apoyo a las protestas al más absoluto rechazo en cuestión de días”. En general, Vielma no parece gozar de mucha popularidad: muchos tachirenses aseguran que solo ganó porque el gobernador anterior, el opositor César Pérez Vivas, lo hizo tan mal que la gente no salió a votar. Su residencia está fuertemente custodiada por soldados, y ha reconocido que el estado se le salió de las manos.
Sentado en su escritorio, con una bandera venezolana detrás, Daniel Ceballos, alcalde de San Cristóbal, conversa con este diario. Nicolás Maduro lo ha acusado de liderar un intento de golpe junto a paramilitares financiados por el expresidente colombiano Álvaro Uribe. Maduro incluso llegó a amenazar con meter a Ceballos en la “misma celda fría” que Leopoldo López. “El Gobierno no reconoce nuestras quejas y ante eso los ciudadanos se defienden. Y luego Maduro dice que el culpable soy yo”, dice.
Ceballos lleva poco más de 50 días en el puesto, pero su relación con el gobernador ya es casi inexistente. “La polarización ha desconectado el diálogo. El Gobierno ha incumplido sus compromisos y nosotros tenemos que defender a nuestro pueblo”. Sin embargo, cree que la situación en San Cristóbal puede ser un preludio de lo que está por venir a nivel nacional. “Lo que sucede aquí es un reflejo del país, pero con mayor intensidad. Esta protesta se puede magnificar porque los problemas son los mismos, y ese es el temor del Gobierno”.
¿gloria o vulgaridad?
Fuera de la oficina del alcalde, la ciudad sigue en pie de guerra. Hay enfrentamientos esporádicos entre la guardia y los ciudadanos. El olor a basura quemada inunda la ciudad. Los perros intentan abrir las bolsas y comer de ellas entre un enjambre de moscas. La Ferrero Tamayo parece una montaña rusa de barricadas.
En un cruce en lo alto de una colina, algunos muchachos enterraron varas metálicas en el asfalto. “Aquí se trabó una tanqueta de la guardia que venía a atacarnos”, explica con orgullo un estudiante. Abajo, en el cruce con la Carabobo, tiene lugar una asamblea ciudadana. Allí se encuentra Andryth Niño, la novia de Jesús Gómez, el líder estudiantil que sigue detenido. “Él está muy triste, aunque no se están violando sus derechos”, asegura. Según Reinaldo Manrique, a Jesús le plantaron droga y armamento y por eso sigue detenido. “Vamos a continuar hasta que logremos el cambio”, termina Andryth, antes de retirarse hacia donde están reunidos los ciudadanos.
Más de un mes después, el Táchira y su gente siguen en rebelión. Nadie sabe a ciencia cierta cómo acabará esto. “Nosotros mismos sabemos que esto no va a tumbar el Gobierno –dijo Jhonatan Abreu– pero la rabia era demasiada”. Otros, sin embargo, entienden mejor el rol clave que está jugando la ciudad en la actual ola de protestas. “Yo me siento orgulloso porque esto era necesario. Los muertos bajan el ánimo, pero la situación era inaguantable”, dijo Leonardo Manrique. “No podemos defraudar a los caídos. No nos vamos a rendir. Si esto se acaba, el proyecto de ellos se va a radicalizar”.
Pero no es oro todo lo que brilla. O al menos eso cree Luis Hernández, el historiador. “Somos como la vieja familia rica que vive de su pasado”, aseguró. “Es duro lo que estoy diciendo, pero estamos viviendo de líderes que no tenemos hoy en día. Y sin líderes, esto no es serio. Estamos jugando a las barricadas y creo que se les ha ido de las manos a los dos”.
Hernández, que conoce al detalle las rebeliones tachirenses desde hace más de un siglo, no tiene dudas del valor histórico de la actual. “En 100 años, esto será recordado como una locura absurda, el último intento de enseñar las joyas que ya no tenemos”. Entre eso y las grandes esperanzas de los jóvenes en las barricadas yace el futuro de esta región. Y, quizá, el de toda Venezuela.
Las cifras
4.77
millones de litros de gasolina contrabandeados al día.
12,000
millones de dólares al año en subsidios a gasolina.
75%
de la población de algunos pueblos colombianos vive del contrabando.
La industria del contrabando
En la tierra del contrabando, la estrella del negocio es la gasolina, que en Venezuela se vende un 312% por debajo de su costo de producción. Solo en subsidiar el combustible más barato del mundo, se estima que el Estado venezolano invierte unos 12 mil millones de dólares al año.
En Venezuela, llenar un tanque cuesta un puñado de centavos. En Colombia, el litro cuesta más de un dólar. La matemática es simple. Y el negocio ilícito es fabuloso: según datos oficiales, se contrabandean unos 30 mil barriles diarios de 159 litros cada uno. Los expertos, por supuesto, creen que la cifra real es muy superior.
Se la llevan a Colombia y Brasil por tierra; a Aruba y Curazao, en barcos con tanques clandestinos. Y entre medias, una industria enorme y ultrasofisticada que involucra a miles de personas –desde militares corruptos hasta pueblos colombianos en los que el 75% de la población vive del contrabando– que le cuesta a Venezuela unos 500 millones de dólares anuales.

