Cuando un terrorista suicida de la Yihad Islámica asesinó hace poco a cinco personas en la ciudad de Netanya, yo me encontraba apenas a veinte kilómetros al sur de allí, en Tel Aviv. Tardé en enterarme del suceso, por supuesto. Pero, por primera vez, me sentí como algo semejante a un testigo presencial de tales hechos. Pude palpar el ambiente, sentir los pareceres, contagiarme de los sentimientos. Me refiero a los israelitas, por supuesto, no a los del fundamentalismo islámico y ni siquiera a los propios de los palestinos. A tal respecto, continúo siendo analfabeto como antes.
Pero he visto Israel de cerca, he hablado con los judíos y con quienes no lo son pero viven con ellos. Me he empapado de sus vivencias hasta entender que resulta imposible darse cuenta siquiera de lo que sucede en Eretz Israel, la tierra de Israel, sin haber estado allí. Nunca más pronunciaré o escribiré la palabra "sionista" con desprecio cuando he comprobado que equivale al judaísmo laico, al proyecto de construir una sociedad al margen de otro fundamentalismo religioso, el hebreo. No volveré a tener a los sefarditas por pobres e ignorantes. No creeré a pies juntillas que el sionismo equivale a agresión e injusticia. Las cosas son mucho más complicadas de como las vemos desde la biempensante intelectualidad europea. Los sionistas han cometido muchos errores. Es probable que lo hagan una vez más en su respuesta al atentado de Netanya. Pero algunos de los gobiernos que tomaron tales decisiones estaban formados por personas equivalentes en todo a las que, en los países europeos, gestionan los gabinetes socialdemócratas y levantan la bandera de las libertades. Gentes como Shlomo Ben Ami que, por cierto, fue embajador en Madrid.
Frente a ellos están los palestinos —por englobar bajo ese nombre a unos árabes muy diversos—, bastante de ellos laicos también. Y están luego los fundamentalistas; los islámicos y los judíos. Dentro de estos últimos, distintos grupos una vez más. Los más extremos de todos —me refiero a los Hasidim judíos— odian a los sionistas, combaten sus leyes y, los de la facción Neturei Karta, hasta han intentado aliarse de manera formal con Al Fatah. Cualquier cosa con tal de combatir el Eretz Israel laico.
En unos pocos días en Tel Aviv y Jerusalén es posible enterarse de eso y de más cosas. Por ejemplo, de que la mayor parte de las víctimas de las dos Intifadas en el bando israelí fueron árabes: ciudadanos de religión y etnia musulmana que cuentan con residencia en Israel y documentos judíos y que fueron ajusticiados como traidores a la causa islámica. O que el sorprendente giro de Ariel Sharon —tampoco tan alejado de operaciones como las que, en España, permitieron desmontar el Movimiento Nacional franquista— forma parte de las esperanzas de la izquierda israelita. Ninguna de esas circunstancias convierte en ángeles a las autoridades judías, ni justifica sus operaciones de castigo, selectivas o no. Obligan sólo a abandonar los maniqueísmos automáticos y a examinar los sucesos dejando de lado los esquemas fáciles. Tal vez en un futuro todo el Oriente próximo tenga parlamentos democráticos, prensa libre, sociedades igualitarias, elecciones limpias y gobiernos de coalición. Pero, de ser así, eso significará dos cosas. La primera, que esa parte del mundo habrá alcanzado las pautas de lo que es hoy Eretz Israel. La segunda, que los fundamentalistas, desde la Yihad Islámica a Satmar Hasidim, habrán fracasado.
El autor es periodista y escritor