Preocupado por su leve caída en la preferencia de los votantes en la primaria de enero en Iowa, Mitt Romney, uno de los aspirantes republicanos a la Presidencia para 2008, la semana pasada habló sobre su mormonismo y expresó su creencia en que "Jesucristo es el hijo de Dios y el redentor de la humanidad".
A Romney aparentemente le preocupa que un grupo de votantes siga pensando que los mormones son miembros de una secta misteriosa que practica la poligamia y cuyos principios se basan en manuscritos que un hombre excéntrico y carismático tradujo con la ayuda de un ángel.
En realidad, le preocupa más el ascenso en popularidad de Mike Huckabee, otro aspirante republicano que es además pastor de una iglesia protestante, quiere que en las escuelas públicas se enseñe no solo la teoría de la evolución sino la de la creación, y promete enmendar la Constitución para prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo, y el aborto.
Como era inevitable, el discurso de Romney ha sido comparado con el famoso discurso que John F. Kennedy hiciera en 1960 para despejar dudas legítimas e ilegítimas de quienes temían la posible influencia del Vaticano sobre quién podría ser el primer Presidente católico en la historia de Estados Unidos.
La analogía no funciona. Kennedy no era un católico practicante; Romney ha sido obispo mormón. En su discurso, Kennedy se pronunció por la separación absoluta entre la Iglesia y el Estado y favoreció la subordinación de ésta a éste. Romney se declaró contrario al secularismo y dijo que se equivocan quienes sostienen que la religión es un asunto privado que no tiene cabida en la vida pública.
Con su discurso, Romney le ha dado nuevo ímpetu al viejo debate sobre religión y política que vive este país desde su fundación a principios del siglo XVII. No olvidemos que los primeros peregrinos que desembarcan en costas americanas provienen de una congregación religiosa que se separa de la Iglesia de Inglaterra por considerarla demasiado cercana al catolicismo y al poder político.
En 1776, el debate revive cuando Thomas Jefferson asume como verdad la teoría de un Dios creador del cielo y de la tierra y escribe en la Declaración de Independencia que "todos los hombres fueron creados iguales". Once años después, el artículo sexto de la Constitución establece que "nunca se exigirá una declaración religiosa como condición para ocupar ningún empleo o mandato público de Estados Unidos". Y la primera enmienda ordena al "Congreso no hacer ley alguna por la que se adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente", levantando una "barrera para separar la Iglesia y el Estado".
Hoy, para la base dura del Partido Republicano el tema no es la separación entre la Iglesia y el Estado. Lo que quieren es un Presidente que tenga sus mismos valores y la fuerza para imponerlos. Se oponen a garantizar la libertad de conciencia al individuo y la no imposición de normas y valores morales de una determinada religión o de la ausencia de una religión. Mientras que quienes abogan por el Estado laico se resisten a la tutela espiritual del Estado por una iglesia, cualquiera que esta sea argumentando que la libertad religiosa incluye la libertad de no creer en la religión.
El debate legal y social sobre la relación entre política y religión, no intenta negarles a los candidatos su derecho a hablar sobre su fe. Lo indebido es hacer proselitismo prometiendo imponer sus valores religiosos al resto de la ciudadanía.
