Desde los comicios del 9 de marzo, los españoles, en lo que a política se refiere, pasábamos los días en duermevela. Ni descansábamos del todo ni el letargo nos permitía la alerta. El Gobierno gozaba de la victoria y jugaba con las palabras: desaceleración económica, puede, pero crisis, no. Rodríguez Zapatero y su ministro de Economía, Pedro Solbes, apostaban por el optimismo. Mientras, la oposición se destrozaba las entrañas en luchas internas.
El lunes 9 de junio, sin embargo, se prendieron todas las alarmas: los camioneros que recorren el país abasteciendo a los mercados de alimentos y a las fábricas de suministros se declararon en huelga. No se trataba de asalariados, sino de dueños de transportes, pequeños empresarios, menos del 20% del sector, cuyas razones nadie osa desmentir: la mitad de lo que ganan se va en llenar el tanque.
La subida de los combustibles dejaba de ser una cifra y se traducía en hechos concretos: colapso en las carreteras, especialmente en los accesos a las grandes ciudades, piquetes de huelguistas que obligaban a los que no se sumaban al paro a detenerse; un muerto atropellado por un transportista que no se detuvo; un herido por quemaduras graves mientras dormía en su camión incendiado por los piquetes; intervención de las fuerzas policiales para despejar los caminos; más de 100 detenidos; desabastecimiento en gasolineras y mercados y negociación apresurada con el Ministerio de Fomento, de la que resultaron 50 puntos que ayudarán al gremio a hacer frente a la desaforada subida del carburante. A este acuerdo, que firmó un 82% del sector, no se sumó, sin embargo, la minoría en huelga, que exige una tarifa mínima imposible de conceder por no ser compatible con la legislación europea.
Las pérdidas económicas de esta cadena han sido millonarias. Miles de litros de leche han sido vertidos en los sumideros por no tener salida a los mayoristas; las frutas y las verduras se han podrido en los almacenes, e incluso algunos agricultores optaron por vender sus perecederos productos en tenderetes improvisados en las carreteras al más puro estilo de nuestra América Latina. La industria del automóvil, a falta de piezas necesarias, ha sido una de las más afectadas, y concretamente en General Motors se dejaron de fabricar 3 mil carros.
Ahora, parece que hemos recobrado la calma, y como suele suceder en estos casos, los precios de los productos básicos han subido en más de un 18%. Al final, siempre es el ciudadano el que paga los platos rotos.
Pero la calma recobrada es solo ficticia. La huelga ha sido el antipático despertador que nos saca del sueño y nos devuelve a la realidad. El panorama es desalentador. Aparte de que el domingo pasado miles de camioneros se dirigían en caravana a Madrid, dispuestos a lograr la tarifa mínima; que esta semana habrá manifestaciones de ganaderos y agricultores, y que los transportistas franceses inician su huelga –Francia es el puente que une a España con Europa por carretera–, hay detalles de otra índole a tener en cuenta.
Los españoles, un pueblo hedonista por naturaleza, se habían acostumbrado ya al estado de bienestar económico –una casa en la ciudad y otra en el campo o la playa, vacaciones en países remotos, buena y abundante comida en la mesa, ropa de marca, salidas frecuentes a restaurantes o bares donde tomar una copa o varias copas–, y ahora tienen que asumir que el precio del combustible, que no tiene marcha atrás, además de la progresiva subida de las hipotecas y el escaso crédito bancario, son razones suficientes para ajustarse el cinturón. Sin embargo, no ignoran que en los precios del carburante hay especulación, que muchos yacimientos están sin explotar y que de los explotados se extrae menos del 50%. Tampoco ignoran que a mayor precio del petróleo, mayores son los impuestos que recaban los estados, y que los entresijos de la política internacional de esta cuestión se escapan a la información diaria, luego es comprensible que la sensación de impotencia se traduzca en clamor: ¿No hay nadie en este mundo que arregle este desaguisado? Parece que no. Al contrario.
Al calor de la huelga, algunas industrias, entre ellas Seat, Ford o Bridgestone, han anunciado expedientes de regulación de empleo temporales ante la falta de suministros provocada por los bloqueos. El ministro de Trabajo e Inmigración, Celestino Corbacho, ha advertido que cualquiera de estas iniciativas que llegue al Ministerio “será examinada con lupa”, lo que no quiere decir que no se admitan si la crisis se agudiza, que se agudizará, y miles de obreros quedarían en la calle, como ha ocurrido recientemente en el sector de la construcción. Lo dicho. La cuerda siempre se rompe por el lado más débil.
Nos queda al menos el consuelo de que la selección española de fútbol ha pasado a cuartos. Algo es algo.
