El verano es temporada de súper héroes en la gran pantalla. En los meses estivales Hollywood nos tiene habituados a megaproducciones en las que sobran escenas espectaculares y catastrofistas. El fin es atraer a un público juvenil que todavía sigue las peripecias de personajes clásicos de cómic como Spiderman y Batman.
De un género que puede parecer trillado el director Christopher Nolan destaca con The Dark Knight Rises, la tercera entrega de la saga de Batman en la que Bruce Wayne, y su álter ego con capa, ha de salvar Gotham de un nuevo intento de los malvados por apoderarse de una metrópoli que es una versión más lóbrega de Nueva York.
En el estreno de Batman se sufrió la conmoción de la masacre de Denver, perpetrada por un enajenado mental provisto de un arsenal. Pero más allá de una tragedia, cuyo detonante nada tiene que ver con la famosa historia que creó Bob Kane en 1939, el filme de Nolan clava al espectador en la butaca a lo largo de casi tres horas que vuelan a la velocidad del batimóvil que el caballero oscuro finalmente desempolva cuando decide a salvar a la humanidad.
Porque en las primeras escenas aparece un Bruce Wayne que ha vivido ocho años recluido por la pérdida de su amada y por las consecuencias de una última hazaña que dejó más sombras que luz sobre el cielo plomizo de Gotham.
Es verdad que la película es puro entretenimiento en un fondo con el diseño más sofisticado y futurista. Pero también tiene la fuerza y la virtud de ser algo más que un blockbuster con persecuciones de vértigo. El Caballero Oscuro, la leyenda renace destila densidad filosófica en su trama y Christian Bale, el actor principal, demuestra que es capaz de añadir profundidad a una figura del cómic. En esta ocasión el héroe se debate entre resignarse a ser el Segismundo abatido en su torre de marfil o salir a medirse con las fuerzas de un mal que amenaza con esclavizar a la sociedad bajo un sistema totalitario.
El mundo que retrata Nolan, cuyo guión escribió con su hermano Jonathan, se asemeja a la convulsa realidad que nos circunda: el peligro del sentimiento exaltado y previsible como respuesta, principalmente, a los desmanes del ámbito financiero. Caldo de cultivo para radicales fascinerosos que, en nombre de una religión o de una ideología política, están dispuestos a erigir un infierno orwelliano en nombre de la justicia. Este Batman crepuscular tiene ecos del 11-S y de la debacle de un Wall Street que se llevó por delante los ahorros y sueños de muchas personas. En esta entrega el archienemigo, un imponente Bane que se desplaza por la sitiada Gotham como el “Señor de los Indignados”, lanza un discurso que momentáneamente adormece a las masas con el aroma del opio dialéctico.
Bruce Wayne, enmascarado y de acero, se ve obligado a aliarse con unas instituciones devaluadas: la policía, los políticos, el poder judicial, antes de que la muchedumbre arrastre a las clases más pudientes, enardecida por la proclama de que ha llegado la hora de la reivindicación social haciendo estallar el estado de derecho. Toda una lección acerca del valor de la imperfecta democracia frente a las tentaciones de paraísos igualitarios.
Como en toda narración donde hay un héroe que lucha contra la adversidad y su integridad se pone a prueba, Bruce Wayne tiene como guía espiritual a su mentor y asistente personal, Alfred, interpretado por un colosal Michael Caine que en tan solo un par de escenas arranca lágrimas en su desencuentro con un discípulo temporalmente cegado por estar más pendiente de lamer sus heridas que de asumir su destino: el de liderar a los ciudadanos en el esfuerzo colectivo que exige reflotar la sociedad.
El Caballero de la Oscuridad, la leyenda renace plantea dilemas morales que atrapan y nos hacen pensar en medio de la pirotecnia de un estreno de verano. Es evidente que en Gotham siempre hace falta la esperanza de un Batman. @ginamontaner
