BUENOS DESEOS.

El año del ‘modelo chino’

El año del ‘modelo chino’
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2008 será el año de China. Los Juegos Olímpicos –organizados sin duda a la perfección, sin que haya a la vista manifestantes, personas sin hogar, disidentes religiosos ni otros aguafiestas– probablemente apuntalarán el prestigio global de China. Mientras la economía estadounidense se ve arrastrada a un pantano de deudas hipotecarias impagas, China proseguirá con su auge económico. Vibrantes edificios nuevos, diseñados por los arquitectos más famosos del mundo, harán que Beijing y Shangai luzcan como modelos de la modernidad del siglo XXI. Más chinos aparecerán en el listado de los más ricos del mundo, y en las subastas internacionales de arte los artistas chinos alcanzarán precios con los que otros sólo pueden soñar.

Salir de una pobreza casi abyecta y de una tiranía sangrienta en apenas una generación es una gran proeza, y China merece nuestra admiración por ello. Sin embargo, la historia de éxito de China es también el reto más serio que haya enfrentado la democracia liberal desde el fascismo de los años 1930.

No es que China significa una gran amenaza militar: una guerra con Estados Unidos, o incluso con Japón, es sólo una fantasía en las mentes de unos cuantos paranoicos y chalados ultranacionalistas. Es en el campo de las ideas donde el modelo político–económico chino, sin importar sus consecuencias sobre el medio ambiente, está logrando victorias y luciendo como una alternativa atractiva al capitalismo democrático liberal.

Y se trata de una alternativa real. Contrariamente a lo que dicen algunos supuestos expertos, el capitalismo chino no es como el capitalismo europeo del siglo XIX. Es verdad que la clase trabajadora europea, por no mencionar a las mujeres, no tenía derecho a votar hace 200 años. Sin embargo, incluso en las fases más crueles del capitalismo occidental, la sociedad civil de Europa y Estados Unidos estaba compuesta por una enorme red de organizaciones independiente del Estado: iglesias, clubes, partidos, sociedades y asociaciones que estaban disponibles para todas las clases sociales.

En contraste, si bien en China las personas han recuperado muchas libertades individuales desde la muerte del maoísmo, no tienen la libertad de organizar nada que no esté controlado por el Partido Comunista. A pesar de la bancarrota ideológica del comunismo, China no ha cambiado en este respecto.

A veces el modelo de China se describe en términos tradicionales, como si los políticos chinos modernos fueran una versión remozada del confucianismo. Sin embargo, una sociedad donde la búsqueda del lucro por parte de una elite se eleva por sobre todos los demás empeños humanos está muy lejos del confucianismo que pueda haber existido en el pasado.

Aun así, es difícil polemizar con el éxito. Si hay algo que la creciente riqueza de China ha enterrado, es la reconfortante idea de que el capitalismo y el desarrollo de una burguesía próspera conducirán inevitablemente a la democracia liberal. Por el contrario, es precisamente la clase media, comprada con promesas de un bienestar material cada vez mayor, la que espera conservar el orden político actual. Puede que sea un trato faustiano –prosperidad a cambio de obediencia política–, pero hasta ahora ha funcionado.

El modelo chino es atractivo no solo para las nuevas elites de las ciudades costeras de China, sino para otros actores del resto del mundo. Les encanta a los dictadores africanos (de hecho, los de todos los puntos del planeta) que caminan sobre las suaves alfombras rojas que les tiende Beijing, porque el modelo no es occidental y los chinos no dan sermones sobre democracia. También es fuente de vastas cantidades de dinero, gran parte del cual termina en los bolsillos de los tiranuelos. Al probar que el autoritarismo puede ser exitoso, China es un ejemplo para los autócratas de todo el mundo, desde Moscú a Dubai, pasando por Islamabad y Jartum.

El atractivo aumenta también en el mundo occidental. A ella acuden en rebaños los hombres de negocios, los magnates de los medios de comunicación y los arquitectos. ¿Podría existir un mejor lugar para hacer negocios, construir estadios y rascacielos, o vender tecnologías de la información y redes de medios de comunicación, que un país sin sindicatos independientes ni cualquier forma de protesta organizada que pudiera reducir las utilidades? Mientras tanto, las inquietudes acerca de los derechos humanos o ciudadanos se denigran como algo fuera de moda, o una expresión arrogante de imperialismo occidental.

Sin embargo, hay una mosca en la leche. Ninguna economía crece indefinidamente al mismo ritmo. Ocurren crisis. ¿Qué pasaría si el trato entre las clases medias chinas y el Estado unipartidario se quiebra debido a una pausa, o incluso un retroceso, en la carrera por el bienestar material?

Ha ocurrido en el pasado. En cierto sentido, lo más cercano al modelo chino es la Alemania del siglo XIX, con su potencia industrial, su clase media cultivada pero políticamente neutralizada, y su tendencia al nacionalismo agresivo. El nacionalismo se volvió letal cuando la economía colapsó, y el malestar social amenazó con subvertir el orden político.

Lo mismo podría ocurrir en China, donde el orgullo nacional constantemente se inclina hacia la beligerancia con Japón, Taiwan y, en último término, con Occidente. Si la economía tropezara, el nacionalismo chino agresivo podría volverse letal también.

Esto no le convendría a nadie, por lo que deberíamos desearle buenas cosas a China para el año 2008, al tiempo que no olvidamos a todos los disidentes, demócratas y espíritus libres que languidecen en las prisiones y campos de trabajos forzados. Deberíamos esperar que vivan para ver el día en que China también sea un pueblo libre. Puede que sea un sueño distante, pero de eso se trata la celebración del Año Nuevo.


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