PARADOJA.

La crítica en tiempos de crisis

A veces pienso que tal vez no fuera tan malo que fuese históricamente verdadera una frase del lucido y extraordinario filósofo alemán de trágico final Walter Benjamín, en el sentido de que ninguna generación desde los inicios de la modernidad para acá, ha dejado de creer que se encuentra frente a una crisis abismal.

Aclaro que no es que lo que me despierta cierta simpatía en la frase de Benjamín se vincule con el consabido "mal de muchos, consuelo de tontos", sino más bien con el hecho de que pese a esa conciencia de la crisis, la vida (y no me refiero exclusivamente a la biológica), pueda continuar. Pareciera que sobran motivos como mínimo para la angustia, en un mundo donde para muchos si la crisis no es de sobrevivencia, es de sentido. Pero en este contexto, ¿por qué ubicarse de lado de los que sufren y no del lado de aquellos exitosos, que animados por una fe positivista digna del siglo XIX, están convencidos de que no es bueno mirar para atrás o para adentro? En primer lugar no creo en absoluto que este último grupo, afortunadamente, posea algún tipo de homogeneidad. El mismo, se deja a su vez por lo menos dividir en dos grandes grupos. Aquéllos que movidos por una banalidad y superficialidad escalofriantes han renunciado a cualquier tipo de reflexión e introspección y aquéllos que, conscientes de la gravedad y del tamaño de la deshumanización del mundo en que vivimos, encuentran en el alibi del "mal menor" un mecanismo para legitimar, así sea precariamente, alguna forma de entusiasmo.

Si en el caso del primer grupo la estupidez y el egoísmo, dos características en general dominantes de ese estilo, no los califica, en mi muy humilde opinión, ni siquiera como objeto de la crítica. Por el contrario, no pasa lo mismo con los del segundo grupo.

Ya dos veces en esta columna me referí al tema del "mal menor", el que, sin embargo, lejos, muy lejos, estoy de pretender haber agotado en toda su complejidad. Tengo más de un amigo a los que no solo respeto y aprecio, sino que, además, quiero entrañablemente con quienes mantengo profundas discrepancias, en general aunque no solamente de tipo político, que invariablemente sustentan sus posiciones bajo la legitimidad explicita o implícita del "mal menor". Tengo la impresión en este último caso, que el asunto remite a una cuestión de grados y no de absolutos. En otras palabras, al delicado equilibrio de la cantidad de indignación al mismo tiempo necesaria y tolerable para vivir con un mínimo de dignidad en este mundo. Un mundo donde la crueldad, las guerras y el hambre constituyen solo la punta del iceberg de situaciones que aunque menos dramáticas resultan igualmente absurdas y grotescas. Un mundo que -como es el caso de aquellos países que han recuperado la libertad luego de la larga e infame noche que significó la dictadura- se encuentra asolado por paradojas que me parece imprescindible aceptar y reconocer. Un mundo donde en términos comparativos la dimensión demencial de la brutalidad autoritaria, nos colocó umbrales de exigencia muy bajos en algunos aspectos de nuestras recuperadas democracias.

Nadie, a mi juicio, ha expresado mejor esa paradoja que una grandísima escritora argentina, Griselda Gambaro. Casi en el mismo momento en que la democracia nos ha devuelto la posibilidad de dormir tranquilos sin que una bota nos derrumbe la puerta en medio de la noche, nos hemos quedado sin sueños que soñar, afirmó hace un tiempo casi textualmente Griselda Gambaro.

Como afirmaba con finísima ironía mi maestro Alessandro Baratta, que cumplió hace pocos días cinco años de muerto, "no somos tan maximalistas como para exigir en los tiempos que corren un pensamiento macizamente crítico, pero por lo menos no estemos de acuerdo con todo".


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