La pena de muerte posee su propio bestiario, tanto en el sentido metafórico cuanto en el sentido literal. Las reflexiones del filósofo Arthur Koestler (en un magnífico libro escrito en colaboración con Albert Camus, La Pena de Muerte, Emece, Buenos Aires, 1972) sobre la pena de muerte constituyen una referencia obligada cuando de este tema se trata. Estas reflexiones que resultan también uno de los más profundos alegatos contra la sordidez de esta pena, son algo más que una especulación filosófica. Son el relato autobiográfico de alguien que escapó de milagro a su propia ejecución durante la guerra civil española. Su estudio, da cuenta de casos y situaciones absurdas del pasado, pero que, considerando los tiempos que corren y los aires que soplan, no estamos muy seguros de que no se trate también de recuerdos del futuro.
La historia de los sistemas penales, tal como lo confirma el libro de Koestler, está plagada de referencias de este tipo, "En 1748, William York, un chico inglés de diez años, fue condenado a muerte acusado de asesinato. El Chief Justice retardó su ejecución en la duda de saber si era conveniente ahorcar a una criatura. Todos los jueces declararon que había que hacerlo, afirmando, especialmente, que sería muy peligroso admitir la posibilidad de que un niño cometa un crimen tan terrible si está seguro de su impunidad… Por consiguiente, aunque condenar a muerte a un niño de 10 años pueda parecer cruel, hay que hacerlo porque el ejemplo que significa tal castigo servirá para impedir a otros niños cometan crímenes semejantes".
Pero no falta en este museo de cera, el bestiario prometido. Ni siquiera los animales escaparon históricamente a la furia justiciera de la pena de muerte. Una cerda fue ahorcada en 1386 en la ciudad de Falaise por la muerte de un niño y un caballo fue ahorcado en Dijon en 1389 por el homicidio de un hombre. Sin embargo, la pena de muerte aplicada a los animales cayó en desuso durante el siglo XVIII. El último caso que se recuerda es el de un perro, juzgado y ejecutado por haber participado en un robo y en un asesinato en Délemont, Suiza, en 1906.
Pero las notas "pintorescas" sobre la pena de muerte están muy lejos de ser un tema del pasado. En estos días la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos anunció que revisará la constitucionalidad de la inyección letal utilizada en la pena de muerte, tras una demanda presentada por dos condenados que consideran que inflige un sufrimiento innecesario. Hace tiempo que la inyección letal se ha convertido en el método más popular de ejecución en Estados Unidos. Según el Departamento de Justicia, de las 944 personas ejecutadas entre 1977 y 2004, 776 recibieron inyecciones letales. Según la información disponible, el método tradicional incluye administrar tres sustancias químicas en forma separada: un anestésico, un paralizante muscular y una sustancia que detiene el corazón provocando la muerte. Los opositores a este método (favor no confundirlos con los opositores a la pena de muerte), alegan que si el condenado no recibe suficiente anestesia, sufre dolores atroces sin poder quejarse.
Somos muchos, presumo, que aguardamos con curiosidad este fallo de la Corte Suprema. Al fin de cuentas, no es todos los días que la justicia se pronuncia en forma explícita sobre los límites de la crueldad.
El Vaticano, para curarse en salud como se acostumbra decir, ya abolió la pena de muerte. ¿Cuándo? En 1969.
