Casi me caigo de la silla cuando fui. El responsable es un muchacho encantador, Luis Mendizábal, pupilo de Fabien Migny; el restaurante no es para los amantes de la decoración, ya que es sencillo, rayando en estoico. ¡Oh!, pero la comida... Comenzamos con un regalito de la casa, unas hojuelas de tubérculos (yuca, otoe, papas, etc.) con un alioli de cilantro divino. Volamos por el menú, y nos volvimos locos. Francamente, no creo siquiera que vaya a comentar. Si acaso, una que otra desazón. Si no, significa que el plato superó la euforia aquella que los franceses llaman “la pequeña muerte”. Comenzamos con unas croquetas de plátano maduro, queso gouda y ketchup de guayaba. ¡Ah! Luego nos comimos unas empanadas de maíz, tiernecitas y crocantes, con carne y crema de aguacate, ¡ahhhh! El choripán de Mendizábal es un chorizo criollo, creo que hecho en predios, envuelto en una masa delgada como filo, con un aderezo de ajo que me sacó otro ahhhhhh. ¿Eh? Fue lo único que alcancé a decir antes de correr a servirme más del atún sellado con mayonesa de mojo, cocaditas divinas de atún apenas besadas por la brasa, aderezadas además con aceite de oliva y ají chombo, cebolla roja encurtida y microcilantro. Cuando llegó el coctel de camarones con salsa aurora y una suerte de guacamole, atravesado por largas hojuelas de plátano frito, pensé en los remeros de regata en sus canoas, pero corrí a meterle mano mientras reía “jejeje” en mi mente, regodeándome no solo de las explosiones de sabor dentro de mi boca, sino de la cara tuya, querido lector, cuando te diga que alguien le rompió la maldición al buen comer de David. Seguí regodeándome con unos blinis divinos y tan perfectamente redondos como la O de Giotto, hechos con maíz nuevo y otras cosillas, y coronados con una delicada ensalada de camaroncitos tiernos, con una mermelada de cebollas moradas que exacerbó el placer. Salté a la última vocal, con un “ummmm”. Me relamí, silente, con el tamal de maíz nuevo relleno de hongos, que traía Grana Padano y una reducción de balsámico sobre una hoja de bijao y coronado de cebolla en escabeche y cebollinas. Como amo las alitas de pollo, probamos las ofrecidas, glaseadas en agridulce de ají chombo, con un pocillo de raita de menta. Ey, el chef este es genial, te juro. Puede agarrar sabores y texturas, y producir platos originales a partir de fórmulas trilladas. El único –no plato, sino uno de sus componentes– que no me volvió loca fue una crema de plátano verde que vino en un tuco de entrecôte (léase el centro del filete) de proporciones perfectas, achicharrado por fuera y de perfecto rosado por dentro, que vino con un puré de zapallo con jugo y ralladura de naranja. Así que ignoré el plátano y le entré al filete y la zanahoria. También pedimos unas asombrosas costillas de res a fuego lentísimo, con su propia reducción, al romero y vino tinto. Ah, ohhh.
Casi me dio pena con el roulade de pollo, que estuvo magnífico, rellenado con risotto y prosciutto, y presentado entre patacones, tipo ensalada caprese, que vino con una salsa cítrica que le hizo un contrapunto perfecto a la grasita del patacón y con el pargo con puré de papas, con una salsa de camaroncitos muy atomatadita, todo en perfecta armonía; pero es que casi no le paré bola porque, entonces, llegó el no-da-más, el chancho. Era un cuadrado perfecto de panza, suculenta por dentro, por fuera crocante gracias a una buena pasada por plancha caliente, que muestran, igual que el punto del filete, maestría en el grill. Cuando creí que sufriríamos de sobreestimulación papilar, terminó el festival de sal y comenzó el de dulce. Pedimos los cinco postres del menú. ¿Han notado que en ningún momento me dijeron un solo “no tengo”? ¡Yes! Bueno. Los postres: Brownie (chocolate de 70%) con pepitas de marañón y helado de guineo; cuatro flancitos distintos; cuatro leches al espresso; panacotta de maracuyá, salsa de fresas y volteado de fresas con balsámico, todos un ohhhh. Barra completa, carta de vinos. Dixit.
