Mi primer concierto lo vi en Yokohama, y era el Serious Moonlight Tour de David Bowie. Fui con un belga llamado Larry, un chiquillo de primer año (me confieso robacunas) hermosote, pelirrojo, con unos rizos de muerte lenta, a quien “recluté” porque mi pegue estaba en exámenes, y así nos hicimos amigos. Como el chico era belga y los belgas adoran los mejillones, lo invité a cenar. Acababa de comprar un libro publicado por las esposas de ex-pats (expatriados, o sea ejecutivos de transnacionales asignados a las oficinas de Tokio) y diplomáticos que tenía una receta llamada Brussels mussels que aparece, adaptada, en el recetario.
Pues bien, me fui al mercado y compré mejillones, que en mi perra vida había cocinado, más un par de docenas de ostras, y lo invité.
Así que, llegado el sábado, le abrí la puerta al pelaíto, quien como todo tokiota, venía tocando la puerta con los codos; en una mano, una botella de vino blanco y en la otra, un aparatito muy curioso. Parecía un cuchillo, pero tenía la cacha larga y la hoja corta, y no muy filosa.
¿Qué, nani, what? era un oyster shucker, y con su acentito graciosísimo, lo describió como “una herramientita muy benri”, usando el japlish que era lingua franca en nuestro campus de Sophia University. Y ese fue el día en que me enamoré... de los mejillones. Pensándolo bien, los rulos del belguita me vienen a la mente cada vez que me encuentro con un mejillón de ese color naranja despampanante. VEA 4B

