Un rasgo del lenguaje que podríamos considerar universal consiste en acortar nombres largos, sean de títulos, de persona o de lugar. ¿Quién no usa el apócope de “el Presi”, en vez de “el Presidente”, o “la secre”, en vez de “la secretaria”, o “el profe”, en vez de “el profesor”?
Hay también hipocorísticos, que se diferencian de los diminutivos. Un diminutivo es Sarita, que viene de Sara; Gracielín, derivado de Graciela, o Pedrito, que resulta de Pedro. Hipocorísticos son Nacho, que deriva de Ignacio; Meche, que viene de Mercedes; Monchi, forma para referirse a un Ramón o bien Manolo, para llamar a un Manuel. Ale, por Alexandra, o Ceci, por Cecilia, son apócopes a secas.
Los anteriores fenómenos se agrupan bajo el nombre de metaplasmos, designación que se refiere a estos y a otros cambios en las palabras.
Los nombres de lugar, o topónimos, que a veces pueden ser oficiales o ceremoniosos en sus usos formales, suelen reducirse con el paso del tiempo. Hasta se pierde en la bruma de los años el hecho de que, en su origen, algunos de ellos gozaban de una dimensión que después sorprende. Es así en los hagiotopónimos, es decir, nombres de lugar que incluyen menciones de entes religiosos.
En el Istmo, casi todos los topónimos surgidos al inicio de la conquista española incorporaban indigenismos y eran más complejos, pues en ellos, al uso de la época, se incluían nombres del santoral. Quedaron acortados al repetirse y difundirse y difícilmente alguien (salvo algún historiador) recuerda las denominaciones originales.
Los siguientes, en toda su extensión, no se encuentran en la mente del hablante común del siglo XXI: Las Mercedes de Garachiné, La Purísima Concepción de Bugaba, La Santísima Trinidad de Chame, Nuestra Señora de la Piedad de Boquerón, Nuestra Señora de los Dolores de La Pintada, Nuestra Señora de Pacora, Nuestra Señora del Prado de Tolé, San Carlos de Chirú, San Cayetano de Gorgona, San Cristóbal de Chepo, San Enrique de Pinogana, San Felipe de Portobelo, San Francisco Javier de Yaviza, San Francisco de Paula de Chorrera, San Isidro de Quiñónez de Capira, San Juan Bautista de Penonomé, San Lucas de Olá, San Marcelo de la Mesa, San Miguel de Boquerón, San Nicolás de Arraiján, San Pedro de Taboga, San Roque de Juradó, Santiago de Alanje, Santo Domingo de Parita, y hay más.
El que proviene de Cañazas o de Las Palmas se enorgullece al decir que es oriundo de un pueblo que usa estos fitotopónimos (nombres de lugar basados en la vegetación) pero se sorprendería si se le preguntara si es de Francisco Javier de Cañazas, lo que también le pasaría al que nació en Las Palmas, si la pregunta fuera sobre cuál es la suerte de los de su San Buenaventura de las Palmas.
El desgaste de los nombres es, como se documenta, habitual, en títulos, de persona o de lugar, y lo señaló el escritor argentino Borges con su habitual humor cuando un boxeador al que lo presentaron le decía José Luis en vez de Jorge Luis (él que se llamaba, según acta bautismal, Jorge Francisco Isidoro Luis). Pensó entonces, dijo, que, con el tiempo, su nombre quedaría en eso, José Luis, seguramente menos arduo que Jorge Luis, que tiene más consonantes. La reducción en los nombres de lugar en nuestro país parece darle la razón.
El autor es ensayista y profesor
