Cayó el muro hace ya 30 años, y de pronto me doy cuenta que va ya para medio siglo que viví en aquella ciudad dividida, moderna y a la vez provinciana, que también fue mía y que amaba desde mis lecturas de Berlín Alexander Platz, la novela inolvidable de Alfred Döblin.
Era la mitad de los años 70 del siglo pasado, cuando fui becario del programa de artistas residentes en Berlín Occidental para escribir una novela.
En los años 50 el ícono de la guerra fría, era el paralelo 38, la línea imaginaria que partía Corea. En la década siguiente esa línea zigzagueaba con su trazo rojo en el plano malva y magenta de Berlín a lo largo de 120 kilómetros, y representaba un muro de sólido hormigón armado. Y la gran anomalía para quienes defendían la panacea del mundo socialista, versus el mundo capitalista, era el muro mismo.
La aventura de visitar “el otro lado”. Los vagones de madera del tren elevado pasaban raudos acercándose a la frontera amurallada, rumbo a la estación ferroviaria de la Friederichstrasse: ¡Atención! ¡Está usted dejando Berlín Occidental!, prevenían en letras negras sobre fondo blanco los rótulos a lo largo de la vía.
Esqueletos de edificios, ventanas tapiadas, paredes en ruinas y paredes aún enteras como en un decorado de teatro, otros que habían sobrevivido a los bombardeos; calles partidas por la mitad, mujeres que se asomaban a los balcones para mirarse de lejos, desde ambos lados.
De este lado, las plataformas armadas con tubos en la Postdamer Platz a las que los turistas subían para asomarse a aquel otro mundo extraño y sombrío, y la mole del Reichtag, el edificio del parlamento incendiado por los nazis.
De por medio, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las alambradas, las torres de vigilancia, como en las prisiones. Del otro, la puerta de Brandemburgo, ahora clausurada, donde, desde lo alto, la diosa Victoria del imperio prusiano conducía su cuadriga de caballos.
Bajo el cielo gris, el muro de cemento serpenteaba como el largo convoy un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, o marcado por las cruces en memoria de quienes pretendían atravesarlo y caían asesinados a balazos en el intento.
Los trozos de ese muro se volvieron después suvenires, junto con los uniformes militares, cartucheras, cascos, charreteras y condecoraciones de quienes lo custodiaban.
Y en la otra mitad, prohibida y desolada, calles llenas de silencio y transeúntes furtivos, donde, sin embargo, los herederos de Bertol Brecht representaban sus piezas en la Berliner Ensemble o en la Volksbühne, y se podía visitar la espléndida biblioteca de la Universidad Humboldt en la Unter den Linden, o las salas del museo de Pérgamo en la isla de los museos.
La Friederichstrasse es ahora una elegante calle de tiendas de lujo y hoteles cinco estrellas. Entonces el tráfico era escaso, y muchos de sus edificios neoclásicos se hallaban aún en ruinas. Y el símbolo de la modernidad socialista era la torre de televisión de la Alexanderplatz, con su cúpula de acero que albergaba un restaurante a doscientos metros de altura.
A ambos lados del boulevard Carlos Marx se desplegaban los edificios de viviendas para el proletariado, enseña del porvenir, pesadas moles decoradas con guirnaldas de estuco dorado, como queques de bodas, al mejor estilo de la arquitectura estalinista.
En ese boulevard, bautizado primero con el nombre de Stalin, los tanques rusos habían sofocado despiadadamente la rebelión obrera de 1953. Luego pasó a llamarse boulevard Karl Marx, cuando Jrushchov llegó al Kremlin, y el nombre de Stalin quedó prohibido.
Todos los muros que dividen terminan cayendo, aunque vuelvan a alzarse luego otros que de nuevo terminarán por caer. Muros para que nadie escape de los paraísos infernales. Muros para que nadie entre en los paraísos vedados. Muros levantados por las ideologías que pretenden ser únicas, por el odio racial, por la discriminación, y por la soberbia del poder.

