En casi cualquier pueblo del interior de Panamá hay un parque que representa el centro de dicha comunidad. Debido a su vistosidad y general relación como epicentro de las fiestas del Carnaval y actividades culturales comunitarias, los foráneos podrían pensar que es allí donde día tras día se reúnen las personas para pasar el rato, entablar pláticas y mantenerse al día de los acontecimientos del área.
Pero lo cierto es que el corazón de dichas comunidades está más arraigado a la comida y a esos lugares donde los manteles plásticos y los alimentos típicos panameños les dan la bienvenida a los comensales.
Las fondas son esos lugares donde empanadas, hojaldres, tortillas o la lechona se mantienen calientes bajo la luz de una bombilla; y donde mientras las personas comen, ese sitio se convierte en una especie de hogar.
El trabajo de cocina comienza desde muy temprano, pero no es hasta las 5:30 a.m o 6:00 a.m., que la mayoría empieza a servir. Aún está oscuro y el clima es frío, por lo que el calor de las frituras y el aroma del café van guiando a los primeros clientes que pasan camino al trabajo. Las sillas se comienzan a llenar, mientras que de fondo se escucha a los gallos y demás aves cantar.

Como muchos otros, una joven enfermera llega a pedir su desayuno para llevar. Casi todos la conocen porque trabaja en el centro de salud cercano, es hija de una maestra del área.
—“De pequeña ‘esa sambita’ sí era necia, ¡jo!, se la pasaba detrás de un perro y la mama buscándola”, recuerda un cliente.
Ella sonríe y le pregunta sí ya se vacunó contra la influenza.
—“Sí ombe, como hace tres meses. Yo me he vacunado contra toa’ vaina. La que necesito es una pa’ la vejez, pero de esa todavía no hay”, responde él.
A partir de allí se genera un debate entre casi todos los presentes sobre las vacunas. Entonces, alguien pregunta en voz alta si “se apuntan a otra ronda de café”. Algunos afirman levantando las tazas, otros deben continuar su camino y nuevos clientes llegan y se unen rápidamente a la conversación y a degustar la bebida caliente.
A medida que el sol se hace más visible y la temperatura sube, el menú se pone un poco más pesado. La lechona, el bistec en salsa o el pollo frito son más usuales entre los platos del desayuno. La faena de la dueña, que también atiende, es ardua. Se mueve de plato en plato. Sirve, limpia, cobra, grita a quien está en la cocina que necesita más raciones y ríe cuando escucha un chiste. Y aunque ni aún en ese momento se detiene, su rostro parece descansar.
A veces olvida los pedidos. Son casi 10 sillas las que atiende a la par y cuyos ocupantes van turnándose por lo general cada 20 minutos, sin contar aquellos que solo están de paso.
“¿Era una fritura?”, pregunta la dependiente para poder sacar la cuenta. “No, fueron dos”, responde el cliente con sinceridad. Se hubiera ahorrado 50 centavos, pero de haberse descubierto su engaño perdería la confianza, algo que sin duda le costaría recuperar.

Y es que la confianza es el postre que traen los clientes y se sirve todo el día. A veces de la forma más inaudita:
—“¿De quién es la bicicleta?” La pregunta la hace un hombre que acaba de estacionar su auto a un costado. Le dan el nombre de la persona, que no está y había dejado su medio de transporte a vigilar con los clientes, el hombre toma la bicicleta y deja un recado. —“Vé, decile que ya vengo, que voy aquí nomá’ y la calle ta’ mala pa’ i’ en carro”.
Deja las llaves de su auto sobre el vidrio de las frituras como garantía y pedalea con fuerza para terminar rápido su compromiso.
Cuando se acerca el mediodía y el calor se acentúa, nuevos clientes van en busca del almuerzo. En las cocinas, se escuchan mujeres cantando y riendo. Mientras, una nueva persona llega a ayudar a la dependiente que desde la mañana casi no se ha detenido. Se sienta y se refresca con un vaso de agua fría.
—“Vé, deberías poné’ un abanico aquí”.
La sugerencia es de uno de los comensales, mientras como la mayoría, bebe un refresco de cola frío y decide si pedir gallina guisada, carne en bolita o sancocho, todos acompañados con arroz y tajadas.
—“¡No! Yo no puedo poner un abanico aquí”.
Así le responde la dueña de la fonda mientras se abanica con un trozo de cartón donde tenía apuntados los números de la lotería del juego pasado. Y añade:
—“Yo llego a poné’ un abanico aquí y ¡no se va la gente! ¡Jo!, Hasta yo me quedo dormia’ vé”.
De pronto uno de los clientes se queja de la comida. Busca responsables directamente en la cocina y desde afuera le grita a una de las mujeres.
—“Yo quiero que algún día que yo venga aquí tú me eches una presa que valga la pena”.
Ella le responde cantándole una canción de Sandra Sandoval.
—“Vete tú que yo me quedo”.
Los acompañantes comienzan a reír, cantar y salomar. Los que están afuera también comienzan a salomar. Los primeros siguiendo a las cocineras y el resto lo hace casi por instinto. La saloma es su lengua materna y su significado es sencillo: compartir la alegría.
Mientras la tarde pasa, lo hacen las personas y los temas de conversación. Algunos clientes no viven en el pueblo, sino que están de paso. Ellos, al igual que todos, son bienvenidos a unirse a las pláticas. Se discute sobre política, salud o se enteran de quién murió recientemente.
Hay momentos en que alguien echa una buena historia y los demás se quedan callados. Apenas asienten y la comida se les enfría mientras siguen atentos la historia. Alguien pregunta la hora y se sorprenden al saber que la tarde está por terminar. Van a ser las 5:00 p.m.
Dos amigos se encuentran y sin mucho reparo uno le pregunta al otro:
— “Nando ¿vai a pagarte algo?”.
—“¿Qué querei’?” —Una sopa
—“Anda pídela pue’”.
Y en modo de agradecimiento su amigo le responde: “¡Jo, mucho hombre!”.
Los pastelitos de maíz, carimañolas y el chicharrón vuelven a llenar los estantes, para aquellos que buscan comer algo de regreso a sus casas, luego del trabajo. La sopa, las bolitas de ensalada y el puerco son algunas de las opciones de los que prefieren cenar allí.
La noche se acentúa y para las 8:00 p.m. la comida se acaba. Las sillas están vacías y el calor de la cocina se detiene. Se limpia una última vez antes de cerrar y el foco que mantiene las frituras calientes se apaga. Es momentáneo, porque en pocas horas volverá a brillar.

