La tumba de Dimitrov

Lo que más me impresionó de la visita a Sofía, la capital de Bulgaria, fue no lo que vi, que me gustó mucho, sino lo que no vi y me imaginé, que me llevó mi memoria a la historia del siglo XX de aquel país y de Europa entera.

En tiempos de las revoluciones comunistas y las convulsiones europeas de la primera parte del siglo, nació y creció en Bulgaria uno de los líderes que, en mi juventud, más me habían convencido de la heroicidad de ese sistema ya finiquitado: Dimitrov. Georgi Dimitrov.

A ese pensador e intelectual búlgaro, primero leninista y luego estalinista, los nazis lo detuvieron y los juzgaron como uno de los instigadores activos del incendio del Reischtag. Fue en 1933. Después Dimitrov, que había comenzado su carrera revolucionaria en Sofía 10 años antes, en 1923, en una sublevación contra el régimen de la época, se defendió, escribió su propia defensa (que yo leí entusiasmado cuando era muy joven, feliz e indocumentado) y salió finalmente absuelto.

Más tarde se instaló en Moscú, recibió parabienes y la nacionalidad soviéticas, y finalmente, al triunfo del comunismo tras la Guerra Mundial, Dimitrov fue líder sin mácula del comunismo búlgaro. Al final enfermó sospechosamente, volvió a viajar a Moscú, y a su regreso a Sofía murió pocos días después. Todas las sospechas van al mismo lugar en la muerte de Dimitrov: que Stalin lo mandó a envenenar.

Cuando Dimitrov murió, el comunismo búlgaro convertido en un régimen fuerte le mostró su pleitesía histórica, y en el centro de Sofía levantaron un catafalco, una tumba de prócer eterno que todo el mundo visitaba. Allí, en el centro de Sofía, descansaba el hacedor del comunismo búlgaro, el padre de la patria eterna y siempre nueva. Era, pues, la tumba de Dimitrov un lugar cotidiano de veneración y peregrinaje, tal como se hacía con Lenin en su tumba de Moscú, en la Plaza Roja.

Nada hacía presagiar la caída del comunismo en Europa, pero la historia no soporta un régimen sin libertades muchos años, tal vez 100, pero ni uno más, y el comunismo búlgaro cayó con todos los demás comunismos y con el desmerengamiento de la Unión Soviética. Los nuevos jefes de la situación, comunistas sobrevenidos al capitalismo, gentes de oposición al comunismo y otros jefes de la sociedad que querían el poder y el dinero del país, decidieron conjuntamente que la familia de Dimitrov sacara los restos mortales del héroe de aquel monumento que de repente nadie quería visitar (sic transit gloria mundi), se lo llevaran al pueblo de donde era originario y lo enterraran en el cementerio común de aquel lugar.

No querían oír hablar más de Dimitrov en toda la historia de Bulgaria. Solo los viejos comunistas cuentan hoy con rabia melancólica, gente ya de más de 90 años, cómo era Dimitrov, su heroicidad, su gran humanidad, su stajanivismo asombroso.

El asunto no acabó ahí. Los nuevos jefes de la democracia liberal decidieron que no se podía mantener allí, en medio de Sofía, una ciudad espléndida y llena de restos arqueológicos y catedrales maravillosas, el catafalco de Dimitrov. Y determinaron volarlo. Fue necesario para desaparecerlo del plano geográfico de la ciudad tres voladuras que casi se llevan por delante otros edificios históricos e institucionales que estaban en la misma plaza o en sus cercanías.

He paseado por ese parque, por esa plaza de Sofía, cinco o seis veces en estos cinco días que estuve en la ciudad hablando de literatura. Me impresionó el encono de quienes no querían que Dimitrov hubiera existido. Pero existió. Y fue jefe mucho tiempo en su país, y forma parte de su historia y de la historia de Europa del siglo XX. Me senté en un banco cercano al lugar donde antaño estuvo el catafalco monumental y faraónico de Dimitrov.

Reflexioné sobre la historia de Europa, sobre Europa ahora mismo, sobre esas mentiras que nos inventamos los hombres para engañarnos los unos a los otros, el comunismo, el capitalismo, las religiones con todos sus rituales, las lenguas de cada uno, una enumeración, sí, caótica, como la misma historia del ser humano camino de la libertad sobre la tierra. Eso es casi todo. No queda ni una piedra del catafalco de Dimitrov, pero un vecino del lugar me confesó que todavía, en alguna pesadilla de la noche, escucha el estruendo de las voladuras de la tumba. “Fue como si se acabara la vida y la historia”, me dijo. El hombre estaba ya en los 80 años y tenía una memoria fabulosa.

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