Todo empezó cuando se enteró de que en la iglesia de Don Bosco iban a realizar una jornada de Pastoral Penitenciaria en noviembre de 1981, que entre otras cosas fue la primera organizada por el entonces obispo de Santiago José Dimas Cedeño.
Existía en esa época la Asociación de Voluntarios Penitenciarios Católicos (Avopec), bajo la dirección de los padres mercedarios de Fátima. Cumplían una labor voluntaria en la cárcel Modelo.
A este equipo, cuya única credencial era el amor al prójimo, se sumó María Elizabeth Bárcenas, o Mamá María en el argot huérfano de los hombres y las mujeres que cometieron un delito.
Mamá María llegó a ocupar los cargos de tesorera y presidenta de la asociación. Coordinó con los otros voluntarios varios grupos de dos personas, encargados de visitar la cárcel Modelo todos los días en los turnos de la mañana y de la tarde.
Los grupos no tenían problemas con el director de la cárcel Modelo, aunque si percibían sus aprensiones por la razón de que eran los tiempos galopantes del dictador Manuel Antonio Noriega.
De ese entonces recuerda una infamia. Algunas veces en el comedor de la planta baja de la cárcel, el sitio asignado para las reuniones con los detenidos, vio personas que estaban siendo torturadas, o colgadas de los brazos, y escuchaba lamentos desde las celdas.
En reiteradas ocasiones, mientras estaban en el comedor, fueron testigos de cómo los internos se amotinaban en el patio, y cómo los “doberman” hacían gala de su fiereza y lanzaban bombas lacrimógenas. Algunas veces hubo balaceras.
Pero era tanta la gratitud de los internos, que estos la protegían a ella con lo poco que tenían: se quitaban los suéteres, los mojaban con agua y se los daban para que se protegiera el rostro de los gases lacrimógenos.
Cumplió su voluntariado en la cárcel Modelo hasta la demolición el 10 de diciembre de 1996. Continuó en las cárceles La Joyita y La Joya. Más adelante tuvo el privilegio, asegura, de evangelizar en Renacer, en el Centro Femenino, en la cárcel de La Chorrera y Tinajitas, en la provincia de Panamá y en los cuarteles de Santiago y David.
También en la Cárcel Pública de David, en Los Algarrobos, Chitré, en Darién, Bocas del Toro y Coiba. Hoy en día es formadora de agentes de Pastoral Penitenciaria.
Participó en los Encuentros Regionales Centroamericanos de Pastoral Penitenciaria de Costa Rica, y como organizadora en los Encuentros Latinoamericanos y del Caribe de Pastoral Penitenciaria de Lima, Perú; Santa Cruz, Bolivia; Puerto Rico y Panamá. Siempre con sus propios medios.
Una vez sintió mucho miedo. Fue antes de comenzar a ir de gira a Renacer con el obispo Rómulo Emiliani, porque durante la etapa de preparación le dio por leer un libro sobre psicópatas.
Temblaba al entrar al Renacer, pero quedó desarmada cuando vio la necesidad y las carencias de amor de los internos. Un preso alguna vez le dijo: “Téngale miedo a los de afuera, que nosotros podemos ser ladrones, haber robado y matado, pero sabemos ser agradecidos”.
Retos y satisfacciones
Dice que nunca tuvo problemas para entrar a las cárceles. “Incluso visite en tres ocasiones a los internos de la isla penal de Coiba. Una vez por mar y las otras en un avión chico de las Fuerzas de Defensa que llamaban La Cafetera”.
María no recibe ni ha obtenido ayuda económica de la Iglesia católica, tampoco del Gobierno, para hacer el voluntariado que adelanta en las cárceles desde 1981. La movilización hacia los diferentes centros penitenciarios corre por cuenta suya. “Dios proveerá”, dice.
En 2006 sufrió un accidente. Se quebró ambos tobillos y el peroné de una de las piernas. Pasó seis meses en silla de ruedas, pero esto no impidió su labor en las cárceles.
Al día siguiente de salir del hospital, después de más de dos semanas, operada ya y cubiertas de yeso las dos piernas, Mamá María se fue a la cárcel de Tinajitas con una amiga que le servía de chofer, la dejaba en la entrada y después la recogía.
Sin rampas de acceso, al llegar al centro los internos la cargaban con todo y silla, como en la procesión de alguna virgen. Así también visitaba Renacer. Cuenta que su madre le dijo que “ni así te quedas quieta, no ves que Dios te puso en la silla de ruedas para que te aquietaras”.
La respuesta de María fue: “¿A usted le dijo eso? Porque a mí no me ha dicho nada”, y para demostrarlo se deslizó por el piso de la escalera del primer alto donde vive, llevando a un lado “la bicicleta”, como le decía a la silla de ruedas.
“Mientras Dios me dé salud seguiré evangelizando en las cárceles. Si esa es su voluntad, me siento como pez en el agua”.
Son muchas las satisfacciones. La principal, dice, es ver el cambio de los internos y constatar que una vez salen, no regresan.
En una ocasión volvió un interno con más de un año de estar libre, después de que la costumbre era que siempre salía y regresaba a los tres días.
El interno le dijo: “Mamá María, cuando iba a robar me acordaba de sus palabras. Rezaba y desistía, pero esta vez no pude”. Después de oírlo, Mamá María contestó: “Tranquilo. A lo mejor al Señor se le olvidó decirte algo, así que pon atención”.
Recuerda con satisfacción una Navidad en la que acompañó a una amiga a llevar comida al terraplén de San Felipe y a Calidonia, y cuando llegaron empezó a escuchar que la llamaban Mamá María o Madre María. Eran varios internos atendidos por ella en la cárcel de Tinajitas.
Otra vez se encontraba en un almacén y de pronto “se me acerca este morenazo y me da tremendo abrazo”. Era otro interno agradecido.
También, hace cuatro años, organizó el Vía Crucis en vivo por solicitud del director del centro de Tinajitas. “Los internos son grandes actores: hasta sacan lágrimas de emoción”.
Momentos duros
Situaciones difíciles o incómodas, solo vivió dos en 34 años. Pero hay una en particular.
Conoció en la cárcel Modelo a un interno que estaba sindicado de haber matado a un hombre en el parque Omar. Otro recluso se le acercó a Mamá María para decirle que el detenido quería hablar con ella, quien a su vez le pidió a un voluntario que la acompañara.
Recuerda que cruzó todo el patio de la Modelo hasta llegar al sindicado. Se miraron fijamente. “Yo estaba henchida de dolor. Nos dimos la mano y de inmediato comenzamos a temblar. A mí me corrían las lágrimas: mi primo solo tenía dos días de haber fallecido”.
Solo cuando recuperó la voz “le dije que lo perdonaba”. Él pidió que hablara con su tío para sacarlo del penal. A cambio él se comprometía a entregar al culpable del delito. Se despidieron.
Consultó con un abogado quien le indicó que mejor no le dijera nada a su tío, porque ese detenido debía saber ya “hasta donde vivía ella”.
Mamá María no quería más muertes en la familia, y se calló. A la semana siguiente el interno le gritaba su nombre desde una galería dispuesta en lo alto del centro. Lo hacía en tono amenazante porque ella no había hecho lo que le pidió. Sin embargo, “esto nunca fue un motivo para desistir de mi misión en las cárceles”.
Mamá María se postuló para Defensora del Pueblo el 29 de noviembre de 2005. Quedó entre los 10 primeros puestos. Lo hizo motivada por un aliento superior para servir a todos, pero en especial a los más pobres. Su postulación tuvo el apoyo de los obispos José Dimas Cedeño y Rómulo Emiliani, de la Comisión de Justicia y Paz, Alianza Ciudadana Pro Justicia, entre otras organizaciones.
Mamá María no salió elegida porque de pronto fueron más proféticas las palabras de uno de sus tantos “hijos”. Aquel que le dijo: “Téngale miedo a los de afuera, que nosotros podemos ser ladrones, haber robado y matado, pero sabemos ser agradecidos”.
A estos hombres y mujeres, María Elizabeth Bárcenas debe su vocación.

