Desde el poniente, el astro rey hacia su habitual descenso reparador y junto al zenit, la hermana luna, miraba hacia abajo, como desde un punto muy delgado, las horas comunes se iban a convertir en gloriosas… 27… 28… 29… 6:30 de la tarde y al frente del singular acontecimiento, las campanas desde las atalayas de la catedral, gritaban de repicar, esparciendo en su eco sacro, la noticia, que en su vientre del parque central, una pequeña nación, acaba de comenzar.
Era la última, ¡oh, manos sutiles!, si, era la última vez, que desde el pináculo del asta adjunta a la gobernación, ondearía sonora malvada opresión; en que los colores amarillo, azul y rojo, nos recordarían aquel lejano lugar, que constantemente nos ultrajaba, impidiéndonos a los istmeños avanzar, y que se había cumplido su juicio final.
Fue un chorrerano, de las manos de Leopoldo Castillo, que con premura junto al asta hizo descender, aquel pabellón cainita, que jamás volvería a levantarse orgulloso sobre este suelo, a él que le tocó la insigne tarea de hacerla descender por última vez, para dar espacio, a que esta tierra lograra parir hacia el cielo, ¡oh, cándido cielo crepuscular!, que abriste tu brazos hacia noble pabellón, que esta tierra acababa de engendrar, rojo, azul y blanco, bella es, nuestra bandera nacional.
Levante, gloriosa, por primera vez jubilosa bandera. Extiende tus cuadrantes sobre el horizonte terrenal, que todos tus hijos desde este terral, vean tus estrellas, y se maravillen por loable tarea, de haber conquistado nuestra meta, siendo aquel día el mecenas, de esta patria que cada 3 de noviembre conmemora y recuerda.
Todos los corazones paralizados, todos los suspiros aguardando; entre zaguanes y callejuelas, casuchas vacías, nadie osa insolencia, de no estar en el hecho ya logrado, en el parque central, allí aguardando, en que una voz profana, del clamor popular, y diga la palabra sonada: República de Panamá.
Salen desde un hogar de temores, desde la lejanía serían los ahora traidores: pero… ¡Pero hermanos! Como ser traidores ante un destino ya marcado, solo un patriota entiende el encargo, el sueño del género humano. Son ellos, vienen llegando, los traidores del ayer, los próceres del mañana, al centro del parque lleno de almas, que estaban allí aguardando su llegada que daría inicio al progresar.
Manuel Amador Guerrero, José Agustín Arango y el resto de los valientes, llegan al corazón del istmo, el parque central, que comenzaba a palpitar y será uno de ellos, el maestro Arango, el que exclamara: “!esta es la gran marcha de la independencia!”, rumbo al cuartel Chiriquí, donde encarcelados estaban, los rufianes generales que buscaban impedir nuestro existir.
¿Qué sentimiento es tan vacilante? ¿Qué ojo no ha de donar lágrima de alegría? De saber que esta tierra bendita, un pueblo alcanzo por fin la victoria, la victoria pasada, presente y el futura; la que el 3 de noviembre de 1903 fue sin duda, no una fecha común, no una fecha efímera, sino una fecha que quedó marcada en los corazones istmeños y que hoy solemnemente renovamos con dignidad, no solo dando gracias por el acontecimiento, sino diciendo a este país además: aquí estamos, tus hijos, Panamá, bien dispuestos, a seguir tu heredad. Salud y bendiciones en este día, a todo americano que vive jubiloso en esta patria, en este suelo cubierto de flores, en este lugar que solo este pecho lograra decir: ¡oh, pequeña mía!
El autor es profesor de filosofía