No sé para qué desarrollamos –a través del estudio y la ciencia- una capacidad crítica, si ejercerla evoca escándalo y repudio en la sociedad en la que convivimos.
Los valiosos artículos del Dr. Xavier Sáez-Llorens, a mi entender, son un quehacer reflexionado en torno a un tema que, desafortunadamente, es considerado por muchos como anatema: las creencias religiosas.
No se me escapa que seré colgada en la picota como secuela de esta intervención, pues no solo entro a debatir un tema sensible, sino que soy mujer, condición que, a pesar de mucho progreso, nos expone al prejuicio innato que no acepta que seamos capaces de pensar, opinar, discurrir exactamente igual a los varones, y que se nos debe medir con precisamente la misma vara.
Mi naturaleza, amante del conocimiento, pide que no se excluya del diálogo común ningún tema; que no personalicemos las divergencias en los caminos escogidos para el recorrido de la vida, pues es nuestro derecho optar, como Walt Witman, por la vía menos frecuentada.
No hay progreso sin crítica y análisis. Y no hay asunto económico, político o sociocultural cuya petrificación beneficie a la humanidad. La historia es la narración a vuelo de pájaro de cambios, de los pasos avanti que solo pueden producirse cuando se mira el statu quo con ojos frescos, capaces de ver más allá del hábito cultural.
Estudié varios meses para escribir mi ensayo: ¿Tenemos alma? De Freud a Jung, y llegué a la misma conclusión adoptada por Jung, psiquiatra y ser humano extraordinario: que la querencia por lo metafísico reside en nuestra psique y es una necesidad innata.
Aunque concluí, igual que Jung, que cualquier acercamiento a lo divino puede hacerse solamente en nuestro cerebro, órgano perecedero.
Gran parte de la humanidad satisface la necesidad espiritual a través de prácticas religiosas, pero nada tiene de objetable o merecedor de ostracismo que otros, quizás por designios del proceso evolutivo, militemos por la vida satisfaciendo las grandes incógnitas alejados de lo esotérico.
La autora es escritora
