El 1 de diciembre tomo posesión de su cargo el nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Como se pudo observar en su mensaje a la nación, básicamente concentró su atención en los asuntos de orden interno. Sin embargo, como se desprende de sus declaraciones tras la victoria electoral, cuando dijo que “seremos amigos de todos los pueblos y gobiernos del mundo” y de las expresiones de sus principales asesores en política exterior, volverá a aplicar la Doctrina Estrada. Con ello, el nuevo presidente mexicano, en plena era de la globalización, retrotraerá en casi una centuria los fundamentos de la política exterior de su país, cuando en su momento, ante la negativa de Estados Unidos de reconocer los gobiernos mexicanos surgidos como resultado de décadas de guerras civiles, levantamientos y golpes de Estado o cuartelazos, México adoptó la Doctrina Estrada (1930), dirigida a contrarrestar la utilización del reconocimiento de gobiernos, como forma de influir en el reencauzamiento constitucional del orden interno, en caso de alteración, para lo cual supuestamente se asentó en los principios de libre determinación de los pueblos y no intervención en los asuntos internos.
En otros términos, en teoría, México no tomaría partido ante los cambios de gobierno en otros países, aunque estos fuesen mediante golpes de Estado, pues, supuestamente, ello implicaría una intromisión en sus asuntos internos.
Tan extraviadaconducta externa, aunque parezca inverosímil, sobrevivió la época de la guerra fría y la aplicación de la doctrina de seguridad nacional, promovida por los Estados Unidos en Latinoamérica, que se tradujo en el apoyo a los gobiernos militares, violadores de los derechos humanos, los cuales, bajo el amparo de la Doctrina Estrada, contaron con la bendición mexicana.
Empero, como el mundo evoluciona, y con ello, el orden jurídico internacional, este fue testigo de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, la admisión de la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1969 y la adopción en 2001 de la Carta Democrática Interamericana para, en caso de que en un Estado miembro de la OEA se produzca una alteración constitucional, se pueda restablecer el orden democrático.
Ante semejante avance en la lucha por la defensa de los derechos humanos y de la democracia representativa, resulta fuera de lugar que en pleno siglo XXI un gobierno mexicano pretenda retrotraerse en política exterior a la época del mundo incivil en la región y utilizar la no intervención como artilugio para proteger a gobiernos ilegítimos y violadores de los derechos humanos y, lo que es peor, con una carta de presentación pésima, pues cuando como país la adoptó ni siquiera hizo de ella una práctica reiterada e interrumpida en tiempo considerable.
¿Acaso México respetó la Doctrina Estrada y en particular el principio de no intervención en ocasión de la guerra ítalo-etíope (1935) o la Guerra Civil española (1936)? Se nos olvida que en vez de mantenerse expectante como reza la doctrina, rompió de inmediato relaciones diplomáticas con el régimen de Pinochet (1973). ¿Fue al azar que intervino en apoyo en 1979 a la Revolución sandinista? ¿Es posible ignorar que tiró por la borda dicha doctrina cuando proclamó el Comunicado franco-mexicano de 1981, para declarar el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional como fuerza beligerante en la guerra civil salvadoreña? ¿Fue casualidad que rechazó de inmediato el golpe de Estado en Honduras (2009) contra Zelaya? ¿Tal vez se mantuvo pendiente ante el reconocimiento del gobierno hondureño de Juan Hernández (2017)? Precisamente, por dicha conducta dubitativa es que la Doctrina Estrada no fue acogida por otros Estados; ni nunca ha llegado a ser parte del derecho de costumbre internacional y por tanto fuente creadora de derecho internacional, ni en América ni en ninguna parte del mundo.
La duda razonable que subyace con la propuesta de López Obrador de ampararse en la anacrónica Doctrina Estrada es que lo hace para apuntalar a la dictadura cubana, los Ortega, Morales y Maduro y no la libre determinación de los pueblos, pues en realidad lo que se está apoyando es la libre determinación de dichos gobiernos autoritarios, toda vez que la Constitución nicaragüense fue violentada para permitir la reelección de Daniel Ortega, que debe responder por los muertos y heridos de las últimas manifestaciones y por la negativa a convocar elecciones adelantadas ante el temor a un resultado contrario, ya que con ello niega el derecho a la libre autodeterminación del pueblo de Nicaragua. Lo mismo ocurre en Bolivia, que luego de un referéndum contrario a la reelección de Evo Morales, este ilegalmente insiste en reelegirse; y qué decir de Nicolás Maduro, que al igual que Alberto Fujimori en Perú (1992) y Jorge Serrano Elías en Guatemala (1993), cierra la Asamblea Nacional propiciando un golpe de Estado parlamentario.
Es evidente que con la falacia de la no intervención y defensa de la autodeterminación de los pueblos, en realidad se encubre la imposición de gobiernos ilegítimos sobre los pueblos para, a través de elecciones controladas, permitir que estos se reelijan de por vida, como si en este continente el sistema político imperante fuera el monárquico-absoluto, disfrazado de presidencialismo.
El autor es profesor titular de Relaciones Internacionales de la Universidad de Panamá