Cerca del 96% de los incendios forestales son provocados por el hombre. La mayoría son intencionados, mientras que solo el 4% se debe a causas naturales. Cada verano el hombre abrasa centenares de miles de hectáreas. Ya sea por intencionalidad o negligencia, no somos respetuosos ni consecuentes con el medio ambiente.
Las imprudencias, los intereses económicos o la piromanía son los pretextos para que las llamas devoren los montes, año tras año. Durante siglos el fuego ha sido parte de la vida diaria sin mayores consecuencias. Pero, es ahora, en pleno siglo XXI cuando la situación se ha disparado, cuando ha aparecido lo que algunos ya denominan terrorismo ambiental.
Para contrarrestar esta situación no basta con ser bueno en la extinción de incendios, hay que serlo en la prevención de los mismos. Cortafuegos, mantenimiento de pistas o quemas controladas, todas son formas de apagar el fuego antes de que empiece.
Una mejor situación depende de las instituciones, que podrían desarrollar un papel fundamental aplicando penas más duras, porque en raras ocasiones quien provoca un incendio llega a conocer una prisión. Pero, también, mediante el fomento de la prevención. Asimismo, la labor de prevención más importante no reside en las instituciones, sino en las personas y su capacidad de generar una conciencia ecosocial. Una conciencia que pase de padres a hijos, de maestros a alumnos y desde edades tempranas. Niños que conozcan la empatía con la naturaleza, porque si se destruye la naturaleza se destruye el futuro del que formamos parte.
Es cierto, a veces algunos ganan si se queman determinados lugares o paisajes, pero los que perdemos siempre, somos todos. Perdemos calidad de vida, el respeto por la naturaleza, el respeto por lo que es de todos y que nos permite respirar, vivir, ser. Decía Víctor Hugo que le producía una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla, mientras el género humano no la escucha. La conciencia y el activismo pueden permitir que “naturaleza” sea sinónimo de vida y desarrollo sostenible.