No era de los que pretendía dejar mis actividades rutinarias por estar pendiente del Mundial de fútbol. Es más, me preguntaba qué hacían los panameños con tanta saturación ambiental por este evento, si total, existían pruebas de que en este país no hay elevado apego por ese deporte (una liga local que atrae poca fanaticada, escaso interés del sector privado, corta historia futbolística, débil organización de la liga de clubes, dirigencia deportiva pendiente de ganar respeto profesional y credibilidad; entre otras debilidades y amenazas, sin dejar de mencionar que para una liga tan pequeña, también pesa que se haya dado el caso de jugadores emblemáticos involucrados en situaciones desafortunadas y distintas al del sano desarrollo deportivo).
Sin embargo, debo aceptar que estaba equivocado. Valía la pena voltear la mirada y fijarla ahí donde el resto del mundo la tenía puesta. La gran fiesta del fútbol demostró cuán importante es, más allá de los millones de dólares que la maquinaria organizativa invierte y multiplica en ganancias.
Ha sido de gran alivio ver cómo renacían momentos de tranquila convivencia, alegría y común expectativa, en un país que se ha visto vapuleado durante cuatro años por hechos o situaciones entristecedoras, decepcionantes o angustiosas; un país en el que las noticias predominantes han sido “lo que se han robado”, “la corrupción” dentro, fuera, encima, debajo, adelante y detrás de los gobiernos y hasta por la complicidad de algunos actores del sector privado; todo ello, mientras muchos panameños padecen insuficiencias básicas (en lo referente a sanidad o salud, educación, administración de justicia, legislación y economía, entre muchas).
Se ha podido constatar que el fútbol aportó convivencia. Después de varios años de desgarre sociopolítico, aparece algo que hace de denominador común para todos los panameños. Sin importar a qué partidos políticos pertenecen, qué fe practican, a qué escuelas van los hijos, en qué barrios viven o qué puestos ocupan en la empresa.
Debo reconocer que ha sido hermoso ver profesores y alumnos compartiendo un partido de fútbol; ver gerentes y personal subalterno de las empresas en el mismo recinto y con la misma aspiración; ver obreros y ejecutivos experimentando las mismas esperanzas, alegrías y pesares; incluso, ver custodios y detenidos frente a la misma pantalla de TV, con una tensión distinta en esta ocasión.
Ha sido hermoso ver que niños y adultos se enfocaran en el mismo juego y con la misma seriedad; que hombres y mujeres se equipararan con los mismos intereses y sentimientos; que ateos y creyentes se sentaran uno al lado del otro, con tolerancia; que intelectuales y no letrados opinaran sobre lo mismo, con igual contundencia. Ha sido hermoso que la contienda política abriera paso a un nuevo clima de fraternidad. Desafortunadamente no siempre será así. Por eso, abandoné mi opinión y he aprendido a apreciar esta fiesta del fútbol.
El fútbol nos ha dado grandes lecciones. En medio de la contienda y hasta de la afectación física, es educativo observar cómo un jugador le extiende la mano a otro contrario para levantarlo del suelo, sin que importe si es africano, asiático, europeo, norteamericano o latinoamericano; sin que importe su credo o su posición política. Es muy educativo ver que después de lo difícil o rudo de un partido, los contrincantes se saluden, abracen, platiquen, intercambien camisetas, se reconozcan méritos y elogien.
Es muy sano que la población tenga algo que ayude a conectar sus tejidos. Y si para eso sirve el deporte -y en esta hora le toca al fútbol-, pues bienvenido sea y… ¡larga vida al fútbol!
El autor es sociólogo
