REFLEXIÓN

Luces y sombras del 10 de noviembre

Intento meditar sobre el significado trascendente del 10 de noviembre de 1821, la efeméride nacional que los istmeños reducen a la mítica Rufina, al cantar de glorias a don Segundo de Villarreal y a los próceres de fecha tan excelsa. Sobre el hito histórico hemos estado pendientes de la forma, mas no del contenido. Hace mucho tiempo sobrevaloramos las marchas escolares y nos alejamos del legado ideológico y social del acontecimiento santeño.

Hay en el 10 de noviembre una saloma libertaria de la que no se quiere hablar, porque resulta más cómodo organizar desfiles que hacer viable las aspiraciones sociales de los olvidados coterráneos que moran en el llamado Panamá profundo.

Y a lo mejor no sea casualidad que realicemos la lectura equivocada del monumento a la libertad que Guillermo Mora Noli diseñó para La Villa de Los Santos, y que confundimos con la efigie de la tradicional heroína de Las Peñas. Sin embargo, algo de verdad hay en ese yerro, en la popular fusión entre la aspiración y el personaje.

El grito santeño también es la viva expresión de los sinsabores que ha obrado el transitismo sobre las provincias interioranas. Sí, ese histórico modelo fenicio que solo piensa en la ruta de los mundos, pero que olvida al otro país que también tiene derecho a los frutos del desarrollo y que está cansado de obrar y vegetar a la orilla de la cintura transístmica.

Luego de casi dos centurias se nos olvida que la independencia sin desarrollo es mero timo, así como el mendrugo de pan es ofensa a los principios filosóficos que dieron origen al hito fundacional en la tierra del antiguo “Curato de Los Santos”.

Lo acontecido en La Villa enfrenta dos modelos, el Panamá de las raspaduras contra el de las recuas cargadas de oro. La nación que come changa vs. el país que devorará hamburguesas. Porque no otra cosa es el 28 de noviembre, el atajo que consolida el triunfo del hanseatismo y condena a las zonas interioranas a ser apéndices de los apetitos mercantiles que tienen su asiento en la ruta del comercio.

La verdad es que el 10 de noviembre siempre ha sido una conmemoración incómoda para grupos apátridas y mercachifles. Lo acontecido con posterioridad confirma la maléfica intención de que el grito santeño se quedara en la simple conmemoración, desprovisto de la filosofía que le dio origen, mientras las causas estructurales permanecen incólumes e inamovibles.

En efecto, desde antes del siglo XVI Panamá ha sido lugar de paso, luego sitio de ferias, ferrocarriles, canales y banca. En cambio, siempre dormita a su vera la zona que hemos dado en llamar el interior panameño, área cuyo rol nacional ha estado ligado a la tradición y el folclor, el turismo interno, las fondas y las carimañolas.

Lo llamativo de todas estas luces y sombras radica en comprender que el sentimiento y visión de patria no se agota en la celebración, porque si ayer fue el malestar colectivo por el atropello de nuestros derechos, hoy los mismos siguen conculcados y convertidos en carnaval patriotero. Poco importa la filosofía de la revolución francesa que palpita en el 10 de noviembre, ni los derechos del hombre por ella proclamados, ni mucho menos la patria grande que promulgó Bolívar y Francisco Miranda con su bandera azul, amarillo y rojo.

Razón les asiste a quienes han plantado la bandera bolivariana -la histórica, cívica y libertaria- a la entrada de la heroica ciudad. Y allí flamea, a la vera del río, cercana a la capital histórica de Azuero, en esa villa centenaria que pronto arribará a 200 años del más prístino movimiento de redención nacional; aunque al 10 de noviembre hay que revalorarlo, refundarlo, proclamarlo más allá de las sombras en que lo han sumido.

Alejarlo de eventos altisonantes y rimbombantes y reconocerlo como lo que es, la rebelión interiorana, la redención del hombre y la mejor proclama democrática y libertaria del istmo.

El autor es sociólogo.


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