Ningún panameño puede dormir tranquilo si sus jueces tienen miedo al administrar justicia. Los últimos acontecimientos revelan que la independencia dista mucho de ser un verdadero atributo de la justicia panameña. La carta magna establece en su artículo 210: “Los magistrados y jueces son independientes en el ejercicio de sus funciones y no están sometidos más que a la Constitución y a la ley; pero los inferiores están obligados a acatar y cumplir las decisiones que dicten sus superiores jerárquicos al revocar o reformar, en virtud de recurso legales, las resoluciones proferidas por aquellos”.
Una de las garantías esenciales de todo proceso es que el juez o tribunal llamado a dirimir el conflicto esté dotado de independencia e imparcialidad. No obstante, la independencia del juez no puede entenderse en tal sentido que justifique cualquier actividad suya; la no interferencia de influencias externas en las decisiones y fallos de carácter jurisdiccional está justificada en la cientificidad y justicia, es decir, para que pueda guiarse exclusivamente por razones del conocimiento de la ciencia jurídica. En razón de esto, el estatuto fundamental determina que el juez “está sometido a la Constitución y a la ley”; no hay cabida a la arbitrariedad.
El término independencia se utiliza para caracterizar la relación de la judicatura con otras instituciones públicas. Se supone que un juez debería ser independiente, pero ¿de quién? Se requiere que sea independiente de las partes en litigio, sin estar relacionado con ellas, o bien, sin estar de ninguna manera bajo su control o radio de influencia. Por ello, en el procedimiento existen las causales de impedimento y de recusación. Esto guarda relación con la idea de imparcialidad y es incuestionable su exigencia; mientras mayor sea la desvinculación entre el juez y las partes, mejor. La corrupción del juzgador es, sin duda, el ejemplo extremo de una violación a esta exigencia. Cuando recibe dinero para vender su fallo, aniquila la imparcialidad y la probidad de sus funciones, aspectos sagrados que importan a la independencia judicial.
Otra cara de la independencia –la más difícil- se refiere a lo que los tratadistas denominan “insularidad política”, y requiere que la judicatura sea independiente de las instituciones políticas y del público en general.
Esta forma de independencia se traduce en que el juez no debe ser genuflexo al poder político o a las otras ramas del poder público (por ejemplo, el Ejecutivo). Se supone que debe decidir lo que es justo, y no escoger “el curso de la acción más deseada por el público”.
El artículo 447 del Código Judicial establece que el juez “no debe nunca dejarse influir por exigencias partidistas, ni por el temor público o por consideraciones de popularidad o de notoriedad personal ni por temor a críticas injustas”. Es importante destacar que en un Estado de derecho democrático es legítimo que la sociedad civil, sindicatos obreros, medios de comunicación, gremios profesionales, abogados, en fin, los conciudadanos, critiquen o aplaudan los fallos judiciales.
Esa actividad oxigena la justicia y tiene fundamento en el principio de que “los funcionarios solo pueden hacer lo que la ley les permite, y los particulares todo aquello que la ley no les prohíbe”.
Para que este aspecto de la independencia judicial cristalice en nuestro Estado de derecho es indispensable que el Ejecutivo y el Legislativo no se inmiscuyan en las decisiones de los jueces ni den voto de aprobación o censura a sus decisiones. El sistema jurídico contempla recursos y remedios judiciales para ser ejercitado por la parte que se considere agraviada (v.g. Ministerio Público). Flaco favor se le hace a la institucionalidad si se ve a un presidente o jefe de la Policía pidiéndole a un juez “que explique su decisión” o “cuestionado sus sentencias absolutorias”.
Todo el sistema de justicia se estremece con estas intromisiones y el miedo se apodera de los jueces, se afecta la independencia judicial. Si hay pruebas de actos deshonestos o delictivos de un juzgador, que se presente la denuncia y se investigue. De probarse, en juicio público, el acto deleznable del juez, que se le imponga la sanción que la ley prevé. La Constitución Política preceptúa: “El poder público solo emana del pueblo. Lo ejerce el Estado conforme esta Constitución lo establece, por medio de los Órganos Legislativo, Ejecutivo y Judicial, los cuales actúan limitada y separadamente, pero en armónica colaboración” (Art. 2). El Ejecutivo debe contribuir a mejorar la administración de justicia, sin injerencias indebidas. Debe hacerlo escogiendo a los mejores juristas para magistrados de la Corte Suprema de Justicia; dotando de los recursos presupuestarios adecuados al Órgano Judicial y al Ministerio Público; absteniéndose de influir en las decisiones de los jueces; mejorando las condiciones de los privados de libertad; propiciando una reingeniería de la estrategia de seguridad pública y adecentando la administración pública.

