El olvido es un lujo que no mucha gente se puede permitir. Normalmente, ante sucesos traumáticos, ante la violación de los derechos básicos o ante la ejecución de una injusticia, solo apelan al olvido los victimarios o los que en realidad no son víctimas directas. El olvido también es patrimonio de los poderes, que suelen regular su intensidad en libros de texto, agendas mediáticas o políticas públicas. El olvido, el olvido colectivo, para los poderes (políticos, económicos, religiosos, académicos…) es de extrema utilidad. Hace que los victimarios pasen por corderos y que los corderos parezcan hienas. Es extraño que una víctima directa del oprobio o que sus supervivientes olviden. En todo caso, uno se acostumbra a vivir con un invitado invisible en la casa, una sombra lacerante cargada de recuerdos que, conforme se aleja la fecha de los sucesos, deja de ser tema de conversación para conformarse con ser un pesado morral de dolor que lastra las entrañas.
El olvido es un lujo colectivo que no hay que buscar. Olvidar es, en sí mismo, un acto de injusticia con nosotros mismos y con los que dejamos atrás. Deformar la memoria es casi equivalente a olvidar y, por eso, las sociedades se deben dotar de mecanismos complejos para poder recordar de forma veraz, y deben buscar una aplicación real y práctica para lo recordado.
En el caso de la violación de derechos humanos individuales y de derechos colectivos, la memoria no puede servir solo para publicar un grueso tomo de agravios con la lista de las víctimas enfrentada a los nombres de sus victimarios. Cuando de sucesos de este tipo se trata, como la invasión estadounidense a Panamá, la memoria debe servir para varios asuntos clave. Primero, para saber qué paso: quién murió, dónde, en qué circunstancias, dónde está su cuerpo, quién fue su victimario material, qué secuelas quedaron en los vivos… Pero, en segundo lugar, también debe esclarecer los porqués: por qué ocurrió, quién se benefició de ella, quiénes fueron los cómplices nacionales, quiénes los instigadores, cuáles las consecuencias políticas, sociales y económicas…
No se recuerda en estos casos (y menos, 26 años después) para alimentar la venganza, sino para saber la verdad y que ella sirva (en tercer lugar) para reparar a las víctimas, para hacer justicia (que en estos casos no tiene por qué traducirse en actos penales) y para garantizar la no repetición de hechos similares.
El olvido no solo no es una opción, sino que nadie lo debería reclamar. Los victimarios y sus cómplices, muchos de ellos aún entre nosotros (unos sin mayor peso social, pero otros con poder y posición privilegiada), suelen animar a pasar página, a no ser revanchistas, a “mirar de frente al futuro”. Pero una sociedad que no recuerda y que no repara a sus víctimas no puede seguir delante de una forma sana. Puedo decirlo porque lo vivo en el caso de España, cuya sociedad aceptó un pacto de silencio no explícito para “pasar página” y hoy, 77 años después de terminada su Guerra Civil y 41 años después del fin de su dictadura, sigue sin cerrar las heridas (políticas, culturales o emocionales) y sin abrir las fosas comunes en las que no pueden descansar en paz unas 140 mil víctimas de la guerra y de la represión posterior. Y eso, aunque algunos insistan en negarlo, ensucia el presente y condiciona el futuro. Allá, como en Panamá, las víctimas sobrevivientes no han olvidado. Es decir, el silencio nunca es igual al olvido, sino que traduce impotencia, hastío, miedo o decepción.
Por todo lo anterior, celebro la creación oficial de la Comisión 20 de Diciembre de 1989, aunque no entienda por qué depende de Cancillería, aunque el nombre me parezca desafortunado y aunque no se conozcan aún con claridad las reglas del juego. La comisión ha tardado demasiado tiempo en nacer, pero es hora de apoyarla y de acompañarla durante los dos años de plazo que tiene para desarrollar el trabajo. También es nuestra responsabilidad fiscalizarla y exigirle que vaya hasta el final en este trabajo cuasi de arqueología histórica.
Panamá debe despertar un día en el que pueda mirarse al espejo de la invasión sin tener clavadas astillas en la lacerada piel del tiempo. De la comisión no solo habría que esperar un listado de víctimas, sino todos aquellos elementos que permitan saber qué, cómo y por qué aconteció, y que coadyuven a impulsar un marco de políticas públicas que garantice la reparación, la justicia y la no repetición.
La misión es compleja y de suma importancia. Esta es una de esas tareas de nación que, por aplazada, goza de una última oportunidad. No la desperdiciemos.

