Con preocupación y estupefacción, cada día se dibuja mejor el odio y el resentimiento entre las clases sociales y políticas en nuestro país. Basta que uno tome partido por los pobres o lo haga por los ricos; basta que favorezca o no al gobierno de turno o a la pasada administración. Todavía parece indemne la diferencia religiosa o las no creencias.
Mientras el resentimiento puede tener raíces, el odio tiene corazones. Y, estos corazones son temerosos y temerarios, pueden tomar las armas en sus manos y acabar con las vidas de otros, no solo con las honras. Hoy, no puede uno opinar diferente ni participar en un diálogo con otros puntos de vistas sobre un tema particular, sin que la respuesta sea una cloaca de vulgaridades, con palabras obscenas, que solo pueden salir de la boca del odio y la mala clase. Alguien dirá que la responsabilidad es de toda la sociedad, porque la pobreza es lo que da asiento a la falta de educación, a una cultura de bajeza, a un desprecio por la vida y por el vecino o prójimo. Quizás no le falte razón a quien así opina, pero si se queda solo en la justificación, se está cavando la tumba a la vida en armonía y respeto, en sociedad. Flaco favor se le hace a la rectificación.
El escarnio a la dignidad de las personas, la acusación intrépida y no solo falaz, el incendiarismo irresponsable que se lee en Facebook, en Twitter o en las secciones que los periódicos nacionales —abiertas para la participación sin filtros de ciudadanos lectores— no se diferencia de algunos de los más desagradables e infortunados discursos de cantina, que hay que aguantarse en la Asamblea Nacional, por ejemplo, o en las peleas callejeras entre familias desheredadas.
La libertad de expresión se debe honrar con expresiones respetuosas. Ni siquiera se reclama que no sean certeras ni desapasionadas. Pero tienen que ser respetuosas. De otra forma, se crea el ambiente para la violencia y, presiento sin temor de equivocarme, que ya estamos confrontando esa violencia verbal que llevará a los hechos y que lamentaremos todos, porque no solo afectarán a una clase social o política sino a todos los ciudadanos.
¡Lo cortés no quita lo valiente!, dice el sabio proverbio, que muchas veces resulta en un reto más que en una advertencia. La verdad, cuando es verdad, no tiene que acompañarse de altanería; la razón, cuando se tiene, no utiliza falsos argumentos. Los odios y resentimientos solo se arman con cuchillos de filosos aceros y no se calman hasta que degüellan —cual navaja de guillotina— el porvenir y no solo el pasado.
