Hace tres años, mi esposo y yo comenzamos el proceso de nacionalizar a nuestro hijo -nacido en el exterior- como panameño. La Constitución establece que él tiene ese derecho.
Las convenciones y comisiones internacionales también están de nuestra parte. Por ejemplo, el pasado 9 de enero, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reconoció los derechos de las parejas del mismo sexo y sus familias. En particular dice: “Indiscutiblemente la adopción es una institución social que permite que, en determinadas circunstancias, dos o más personas que no se conocen se conviertan en familia. (…) Una familia también puede estar conformada por personas con diversas identidades de género y/o orientación sexual. Todas estas modalidades requieren de protección por la sociedad y el Estado, pues como fue mencionado con anterioridad (…), la Convención no protege un modelo único o determinado de familia”.
Pero una cosa es la Constitución y fallos de organismos internacionales, y otra es la forma como son interpretadas o reglamentadas. Los muy necesarios cambios legislativos que se están dando necesitan más que nunca de intervenciones culturales para poder lograr sus objetivos. Por ejemplo, en el Tribunal Electoral de Panamá han usado una serie de preguntas circulares para mantener la aplicación de naturalización de nuestro hijo en estado de eterno análisis. Luego de dos interrogatorios que nos hicieron por separado, con traductor autorizado incluido, el funcionario que maneja el caso, haciendo contacto visual intenso, me recomendó: “mejor sáquenle una visa. Esto (la naturalización de nuestro hijo) nunca va a pasar aquí”. En su opinión, una visa es la mejor forma de garantizar el bienestar de nuestro hijo, negándole las protecciones sociales, económicas y políticas a las que tiene derecho como panameño. Es aquí cuando recordamos que la cultura es un ingrediente vital en procesos de desarrollo social. La reacción del funcionario es un ejemplo de “aquí las cosas se hacen de esta forma”. O sea, la ley es una cosa, pero nuestra cultura es otra.
Sin un proceso de conversación, reflexión y aprendizaje, estos fallos y leyes pueden convertirse en letra muerta. O peor, beneficiar tan solo al que pueda costearse un excelente abogado. Necesitamos conversar sobre el mito de que las familias vienen en un solo tamaño, de que lo diferente no es humano. No solo hay que asegurarnos de que la ley reconozca y proteja los derechos de todos los seres humanos, también hay que recordarle a nuestros conciudadanos que los Lgbti somos seres humanos. El gobierno actual, por medio del INAC y la Dirección de Cultura del Municipio de Panamá, ha contribuido con su granito de arena apoyando monetariamente proyectos que abordan temas de diversidad sexual.
Los programas de debate en televisión y radio crean espacios para entablar conversaciones que, aunque limitadas por el dios de los cambios comerciales, visibilizan la problemática. Pero esto no es suficiente. Ahora más que nunca, si tú que eres Lgbti, tienes que abandonar la sala de espera y olvidar el consejo conservador de “ignorancia es felicidad”. Es tu turno de conversar más abiertamente sobre tu humanidad, explicar en voz alta que tu corazón siente y que la discriminación duele, y recordarle a los líderes políticos y empresariales que tienes voz y voto.
El autor es economista y dramaturgo